
Lo de los Estados Unidos de América es una especie de astracanada apocalíptica en la que Yavé es un niño de cinco años caprichoso y maleducado. Se comienza con la confusión penal: a la calle los presos de lo del Capitolio y a prisión y a sus países de origen (ya saben, expulsados de América a México, que también es América) los trabajadores sin papeles, una sinécdoque bastante grosera, porque tiene papeles quien tiene libros y de eso Trump y el hombre bisonte no deben de andar muy sobrados. También, como contaba el sábado Fernanda Tabarés, las mujeres trans son entregadas a los presos de las cárceles de hombres. Trump, al ganar sus elecciones, se ha convertido en Hugo Chávez del «exprópiese» o la reina de corazones del «que les corten la cabeza», o, en fin, un Calígula caprichoso y depravado. Y como si el destino se uniera al Armagedón, los aviones tropiezan y se caen, y me imagino que próximamente llegará el tan temido Big One, ese terremoto que abrirá la falla de San Andrés, en California. Nos encaminamos a una nueva era en la que los Estados Unidos verán por fin sus miserias y se convertirán en un país más humilde, más imperfecto y probablemente más infeliz. O que descubra que la felicidad de la vida no radica en el tamaño (de las hamburguesas, los coches, las tetas) ni en la cantidad (de medallas olímpicas, de huevos en las tortillas, de mujeres a las que el presidente, según él mismo confesó, les «tocaba la vagina»). Que la felicidad es otra cosa.