Trump quiere desterrar a los palestinos. Y transformar sus tierras en «cosas bonitas». Este señor parece proclive a sueños raros, además de a apropiarse de los ajenos: al oírle erigirse en legatario del «I have a dream» de Martin Luther King, no soñamos. Pero que alucinamos ¡ya le digo yo que sí! Etnocentrifugados, a estas alturas de la película, y con tanta memoria viva del Holocausto nazi. Si esto no es distópico, que baje Dios y lo vea. Respuestas trilladas: escandalosa violación de derechos humanos, del derecho internacional, atentado contra el pueblo arraigado en la región. Todo sobradamente denunciado, salvo por aquellos que desayunan taza de fascismo del revés: alaban a Israel y su manto protector, los vaqueros yankees, devenidos en aliento de los genocidas en el brutal western de Oriente Medio. Un eastern en toda regla, el matón del saloon pistoleando, odio y desesperación en los tiroteados. Se vengarán. Siempre lo hacen. No por justicia poética de la historia, no: malos tiempos para la lírica: pero el espejo demanda alguna dignidad. Que devuelva esa gota de autoestima que te permite vivir contigo mismo. Entonces, las víctimas ascenderán a verdugos. Y el horror, espiral arriba. Volutas en el averno. Escribí una columna aquí el 23 de octubre del 2023: «Autopsia de un genocidio». Por entonces, el contador de muertos iría sobre los 2.000, en represalia al bestial terrorismo de Hamás. Algunos lectores (gracias por su amabilidad al leerme, solo faltaría, encima, pedirles su acuerdo) comentaron que «genocidio» era hiperbólico. Qué pensarán ahora una vez perdida la cuenta de asesinados. Cadáveres cimentando el proyecto bonito, vaya lugar para extender toalla los bien nutridos ansiosos de bronceado. Se ven canalladas a todo trapo, pero como esta, pocas. Cinéfilos: ahí hay una Zona de interés.
Los científicos sociales somos modestos respecto al alcance explicativo de nuestros instrumentos. Lo social es fluido, complejo, interactivo, de rostro evanescente y escurridizo. Imposible meterlo en tubo de ensayo y que broten verdades sólidas, pertinaces y universales. Pero les aseguro que sociólogos, psicólogos sociales, antropólogos, sabemos bien —y tiempo ha— cómo se manufactura el exterminio: bisturí a discreción a la realidad, seccionada en «nosotros y ellos». Truco tras truco, la virtud a la buchaca de los nuestros. Vicios, maldades y ofensas, a la mochila ajena. Así, pasito a pasito, sacudimos las pulgas y vamos a mejor en la foto, mientras al ajeno le endosamos perversidad a chorro. Un día ellos ya no parecen humanos. Y desprovistos de tal condición, animalizados, cosificados, estigma a cuestas, ya podemos pisar cucarachas. Pararrayos del mal, chivos expiatorios. A víctimas y verdugos no les faltan dioses. Las víctimas ruegan piedad a los suyos. Los verdugos agradecen la gentileza. ¡Gracias por ser tus elegidos! Si Dios y sus razones están conmigo, mis enemigos estarán con el diablo. O son el diablo mismo. Y hala, a matar con alegría, obediencia y buena conciencia. Y detrás de tanto trilerismo psicosocial asoman el poder y la pasta, motores habituales de tanta infamia. De esta, también.
Cierto: es fácil ver en el señor anaranjado un psicópata narcisista (o así) rodeado de su misma ralea. Pero eso son luces cortas. Enchufados los antiniebla, la ciencia social ve ahí mucho más que cerebros enfermos. Esos señores encarnan subproductos y excrecencias congruentes con un mundo de estructuras demoníacas, una ruleta trucada donde siempre ganan los gánsteres del casino. Entretanto, no hay destierro más vil que expulsarte del mundo de los buenos. Palestinos, al infierno.