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Un suponer. El primer ministro de un país comparece ante el pueblo para comunicar una decisión de alcance. Lo hace desde el despacho presidencial, una estancia mítica desde la que se ha gobernado el mundo. Ocupa su asiento, de naturaleza regia, y ensaya el rictus firme y exagerado que lo ha llevado al poder. A su derecha, su valido, un consejero plenipotenciario al que nadie ha elegido excepto él y que ejerce de portavoz de los planes presidenciales. El valido tiene sus propios intereses a través de empresas gigantescas que se aprovechan de su relación con el gran jefe y accede a datos personales y financieros de todos los súbditos, a quienes comunica un recorte unilateral de los colchones culturales que hasta ese día dieron carácter al país y a quienes miente al afirmar que el Estado aloja inmigrantes en hoteles de lujo. Entre ambos, un niño de cuatro años. Es diminuto, serio y viste como un Tiger de Princetown. Su tamaño contrasta con el decorado. El chavalín concentra toda la atención de los presentes, se maneja con soltura por la escena y acaba encaramado a los hombros del valido, cuya cabeza acapara como si el niño fuera un parásito y su padre el organismo hospedante. En un momento, el niño se dirige al presidente, extiende su dedo índice y masculla un deseo y una orden: «Quiero que cierres la boca. Te tienes que ir».
El presidente encaja la indicación del chaval, mientras el valido detalla sus planes, los periodistas lo escuchan y millones de personas en todo el mundo registran con naturalidad la estrambótica escena. Un niño de cuatro años con nombre de coche eléctrico o de androide de Star Wars es el nuevo portavoz del planeta y de los editoriales de The New York Times. Bienvenidos al nuevo orden. Tanta historia para acabar en esto.