
Durante el proceso judicial que ha culminado con la sentencia que califica de agresión sexual el piquito del exfutbolista que ostenta sus testículos ante el mundo —glándulas que, por cierto, no le fueron requeridas para ganar el partido que allí se jugaba—, los medios audiovisuales han tenido a bien irnos mostrando cada seis o siete segundos durante largos meses el momento de la agresión. Si usted que me lee cierra ahora los ojos y hace un cálculo mental de las veces que ha visto el histórico momento y multiplica esa cifra por los casi cincuenta millones de españoles le saldrán miles de millones de visualizaciones. La falta de ética, de criterio, de honradez, de educación, de inteligencia y deontología profesional de las televisiones ha dejado un ejemplo al mundo de cómo no se deben hacer las cosas. Las voces solidarias de los presentadores de los telediarios o de los contertulios de los debates de las sobremesas eran inmediatamente desmentidas con las imágenes de la ignominia. Que todo el mundo se entere. La víctima de aquello habrá visto cómo el tiparraco la agredía «mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón», que diría Machado. Mucho más que los cuatrocientos golpes de la película de Truffaut. La justicia emana de los hombres, recoge lo que la sociedad quiere castigar o corregir, pero allí no está todo. No está la falta de educación, de sensibilidad, de empatía. Y no por eso deja de ser indeseable. Y si Jenni fuera mi hija yo escribiría esto con mayor vehemencia.