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Contaba mi abuelo la historia de un hombre que perdió el juicio. Le llamaban el Tolo de Señoráns y se le ocurrían las cosas más extravagantes. Un día fue a la iglesia, sacó los santos y los colocó a todos en fila en el atrio. Luego subió a la espadaña y se puso a tañer las campanas con la idea de que las imágenes caminasen en procesión como en la fiesta del patrón. Como las estatuas eran eso, estatuas, no se movían. Para su desesperación, permanecieron inmóviles. Entonces, el hombre descendió, cogió una vara y les sacudió unos buenos estacazos para que caminasen, pero ni así. En estas, las gentes que estaban trabajando en los campos acudieron a la iglesia para ver qué sucedía, qué desgracia había ocurrido para que las campanas sonasen con tanto ahínco de forma intempestiva. Al ver lo que sucedía, unos se hacían cruces y a otros les daba la risa, pero hubo algunos que corrieron al Tolo de Señoráns a palos, una medicina aplicada durante mucho tiempo a las personas con enfermedades mentales. Robert F. Kennedy, que acaba de entrar en la corte de Trump como secretario de Salud de Estados Unidos, parece querer volver a los elixires mágicos y le declara la guerra a los antidepresivos. Este hombre, enemigo declarado de las vacunas y que posiblemente defienda que los ancianos enfermos de covid «se iban a morir igual», quiere poner de moda lo que llama la «medicina funcional». Y pretende mandar a los afectados por depresión a las «granjas del bienestar». No se sabe si allí volverán a dar palos, pero malo cuando a los apóstoles de la remolacha, el jengibre y el ajo como remedio para el cáncer les dan la pluma de firmar decretos.