
Seguimos estupefactos por lo sucedido en la Casa Blanca. Fue tal la violenta intensidad de lo hablado entre Trump, Vance y Zelenski, con el mundo por testigo, que de forma obligada nos vemos impelidos a tener el sueño ligero desde ese viernes en el que fracasó la diplomacia. La mención reiterada de Trump a que el fin de una guerra eran negocios nos dejó pasmados, a pesar de lo evidente de la afirmación. Sobre la mesa de la presunta paz no están vidas, cadáveres, inocentes, víctimas, mujeres y niños, soldados... Vance y Trump hablaron de cartas. Pero lo que querían decir era que esas cartas que Zelenski ya no tiene son solo dólares, los millones de dólares de las posibles tierras raras que Ucrania posea y los millones de dólares de la reconstrucción. Es la tarta que hay que repartirse tras ceder a Rusia parte de su territorio, sin tener en cuenta que Putin fue el que ordenó la invasión. La segunda invasión, en pocos años, como intentó explicar el presidente de Ucrania sin que le dejasen. Este detalle es clave. El que invade dos veces puede hacerlo una tercera. Se necesitan soldados norteamericanos, además de tropas europeas, para que la garantía de paz sea segura. Es así. Aunque Donald Trump dijese en su actuación que la garantía es él.
Dicen los expertos que Zelenski tendrá una segunda oportunidad para cerrar el acuerdo, aunque con un cepo en las manos. Por el mundo virtual circula un vídeo hecho con IA en el que la discusión brutal televisada se convierte en un combate de boxeo. No llegó a pasar, pero poco faltó. Trump pidió que las cámaras siguiesen retransmitiendo la amarga escena para que el mundo se enterase de que ese señor, Zelenski, que se presentó sin traje, nos va a llevar a la tercera guerra mundial. El despacho oval fue un plató de televisión con excelentes actores tan merecedores de un Óscar como el que anoche cosechó Adrian Brody por The brutalist. Pero todo el brutalismo, no como estilo arquitectónico, estaba en ese plató envenenado que le sirvieron en la Casa Blanca a Zelenski.
No sabemos todavía muy bien en manos de quiénes estamos. Nunca pensamos que una reunión entre presidentes en el despacho oval podía terminar así y televisarse en directo como si fuese un reality. Zelenski fue actor. Trump fue presentador. No resulta tranquilizador ver cómo los que mandan pierden los papeles y desconocen la paciencia. Es cuando menos extraño después de tantos años de guerra fría y de rivalidad presenciar cómo el presidente y el vicepresidentes de Estados Unidos hacen de paladines de Rusia y de Putin. La noche de los Óscar se anticipó dos días y se celebró su preestreno en Washington. Así no es de extrañar que ganase los premios más importantes una película, Anora, que no pertenece a ningún género. Un filme que empieza turbio y que, de pronto, se convierte en comedia surrealista. Confiemos en que los próximos rodajes en la Casa Blanca no deriven hacia la definitiva muerte de la diplomacia en horario de máxima audiencia. Se nos revuelve el estómago de solo pensarlo.