
Al considerar una obra de arte, a veces nos interesamos por saber hasta qué punto es autobiográfica. Nos gusta conocer detalles del creador y de la relación que se podría establecer entre esta y su vida. En literatura el debate es mayor; quizá algunos críticos o lectores consideren que aumenta el valor de un texto en la medida que el autor haya sido capaz de alzarse sobre sus circunstancias para dar rienda suelta a la imaginación, hacer algo original e independiente en una exaltación de creatividad. No todos piensan así. Ernesto Sábato nos dice: «...No hay desnudez más genuina y terrible que la expresión artística, toda obra de arte es una autobiografía, no en el sentido literal de la palabra sino en el sentido más profundo y grave; un árbol de Van Gogh es Van Gogh, es su propia y desnuda alma ante nosotros». Según esto, no solo es posible servirse de la propia vida para crear sino que es una condición. Para Virginia Woolf: «Solo la autobiografía es literatura», y según John Maxwell Coetzee: «Toda escritura es autobiografía». No es fácil establecer fronteras entre los géneros literarios.
Nos creemos capaces de diferenciarlos, pero se entrelazan con sutiles diferencias entre ellos. En este sentido, podríamos destacar a Philippe Lejeune cuando nos habla de «el pacto autobiográfico», es decir, en la autobiografía se establece un compromiso entre el autor, quien escribe del texto, y se identifica con el narrador —personaje y cuyo nombre aparece en la cubierta del libro—, y el lector —que le va a creer al considerar que lo que le cuentan es verdadero—, mientras que en el «pacto novelesco», el autor crea una ficción y el lector acepta la historia siempre que resulte verosímil en la novela, no en el mundo real.
El artista ha de ser capaz de «mostrar su vida», pero no la vida de ese que camina por la calle, que cumple una función social y reconocen con un rostro, no debe tratar de su «yo» —ni siquiera en los géneros de literatura íntima, como el diario— sino que su misión será orientarse hacia capas más lejanas y oscuras, ahondar en su interioridad, dirigirse hacia el fondo; cuanto más se refiera a «su vida» más se estará distanciando de la vida que todos conocen, de lo que su familia o amigos saben de él —incluso él mismo—. Se precisa profundizar hasta llegar, a través de las nimiedades de una vida en particular, a la abstracción de un posible «yo» identificable con otros; porque los humanos compartimos algo universal. En palabras de Gloria E. Alzandúa: «El acto de escribir es el acto de hacer el alma, la alquimia».
Atreverse a desnudarse, ahí puede estar la dificultad. Crear a partir de lo insignificante: presentar el recuerdo de una planta a la que descubrimos crecer en la infancia, prestarle palabras a las lágrimas, a la sensación de la piedrita que alguien nos lanzaba en la playa, a la ternura indisociable del temor, a la espera junto a nuestra capacidad de detener el tiempo cuando se giraba la cara hacia un espejo. Los géneros, a pesar de sus «pequeñas diferencias» se parecen en que todos son literatura.
Cada vida humana es exclusiva, pero todas son humanas. El arte podría ser el vaciado, la progresiva marcha hacia lo desconocido, algo infinito que cada uno de nosotros albergamos en el interior y que se esconde en la aparente «pequeñez» de nuestras vidas.