
Gonzalo era un hombre de mi pueblo que tuvo una infancia difícil. Pasó su niñez como criado en casas de labranza. Era muy alto y fornido. Tanto que, de pequeños, pensábamos que era una especie de gigante. Su fuerza era legendaria. No sabía leer ni escribir, pero era muy inteligente. Hacía cuentas con los dedos y era quien de calcular con gran precisión los intereses del dinero que le prestaban para comprar algunas leiras. De rapaz quedó sin tres dedos porque, jugando el día de la fiesta, fue a coger la caña de una bomba de palenque y le estalló en las manos. Era un gran trabajador, pero, de vez en cuando, utilizaba su minusvalía para pedir por las casas en lugares lejanos, a los que viajaba diciendo que iba «aos baños». Sabía ser gentil y educado y muy bruto, según la situación.
Contaba que, cuando tenía unos 14 años, se fue a servir a casa de un labrador de una parroquia alejada de la suya. Era nuevo en el lugar y el domingo, antes de la misa, los demás chavales lo retaron a que, si tocaba la campana, le daban un patacón. Él, atrevido como era, tiró de la cuerda y dio un par de tañidos. Salió el sacristán y preguntó quién había osado dar la señal de entrada al oficio religioso. Los dedos acusadores se dirigieron entonces hacia Gonzalo, al que el monaguillo le soltó una sonora bofetada. Humillado y agredido, se tragó su orgullo, calló y asistió al rito como los demás. Sin embargo, a mitad de semana, Gonzalo pilló al acólito en un sendero con un haz de berzas a la cabeza y le dio tal paliza que casi lo dejó para sacramentos.
De mayor, no era creyente, pero pagaba las cuotas a la Iglesia. «O carto é o que fai virar o mundo», sentenciaba.