
La proliferación de programas y docuseries sobre crímenes reales es la evidencia contundente de la atracción que ejercen en el público las mentes de los asesinos. En términos numéricos, su pertinencia es incontestable. Desde los magacines sensacionalistas a las producciones más esmeradas, todos conocen el potente imán que ejerce una historia de dolor y sangre. Para el espectador, es una trama impactante que le permite saciar el morbo y asomarse al precipicio de la naturaleza humana desde la comodidad del sofá. Para las víctimas y sus familias, las heridas son tangibles y nunca prescriben.
Cada vez son más las que alzan la voz para reivindicar que su drama íntimo no es una ficción y que la tragedia sobrevenida no borra las fronteras de la vida privada. El debate es interesante y se somete a deliberación estos días por la conveniencia de publicar el libro que recoge las confesiones de José Bretón acerca de cómo mató a sus dos hijos pequeños. Ahí se miden la intocable libertad de expresión frente al arma que permite al criminal seguir torturando desde la cárcel a una madre que vuelve a pedir clemencia. Antes que ella lo hizo la madre del niño Gabriel al conocer que se gestaba un guion para televisión en colaboración con la asesina que acabó con su vida. Ella logró que la producción se frustrara.