El jesuita que terminó franciscano

César Casal González
César Casal CORAZONADAS

OPINIÓN

SAN LORENZO DE ALMAGRO | EUROPAPRESS

22 abr 2025 . Actualizado a las 13:38 h.

Ha sido el profesor Xosé Luís Barreiro quien mejor ha resumido al papa Francisco, que falleció ayer a las 7.35 de la mañana de Pascua. Estamos ante un jesuita argentino, Jorge Mario Bergoglio, que, cuando fue elegido obispo de Roma hace doce años, pasó a ser un franciscano, desde su elección del nombre como Su Santidad Francisco.

 Los jesuitas destacan por su capacidad para armar un pensamiento fuerte, en el que no faltan sus capacidades para manejar con sagacidad el poder y sus tiempos. Una preparación desde una enseñanza dúctil para enfrentarse a cualquier entramado de jerarquías. Bergoglio, que fue castigado varias veces por su orden en su país, nunca le perdió el pulso a la ambición jesuítica, que lógicamente negaba. La etapa argentina del cardenal de Buenos Aires por excelencia es tan argentina como él. Estamos ante la cara y la cruz, nunca mejor dicho. La cara para que todavía no estén esclarecidos ciertos episodios de las persecuciones de los militares en las que algunos aseguran que Jorge Mario supo situarse cuando menos de perfil. Y la cruz de tal vez pagar esos pecados expiándolos de la manera más cristiana posible: poniéndose unos zapatos cómodos y recorriendo en transporte público, como uno más, las zonas más pobres de Buenos Aires. Ahí está la raíz del papa franciscano que luego fue. Esa cruz que se colgó fue la que le hizo crecer y acabar convirtiéndose así en el candidato de los que querían un papa de la periferia y de los perseguidos y humillados. Repito, es el tránsito al franciscano sin perder de vista al hábil jesuita. La Iglesia venía de la renuncia de Benedicto. De un Ratzinger que iba a ser un supuesto pontífice de hierro, sólido como buen alemán, pero que terminó superado por las terribles realidades que acuciaban a su pontificado: los abusos y los desmanes de muchos pastores descarriados. Empleemos las palabras justas. Quienes abusaron o abusan aún dentro de la Iglesia no son pastores descarriados: son delincuentes, como quienes lo hacen fuera de ella. Y ese es el trato que merecen sus delitos, que causan un devastador mal en quienes los sufren. Un abusado nunca deja de serlo. La herida puede curar, pero la cicatriz nunca se borra.

Benedicto, el conservador, le cedió el bastón de mando a Francisco, el progresista. Y el jesuita Bergoglio vivió esa transformación en franciscano para girar a la curia de una vez a la expiación de todos los desmanes. Además quiso ir más allá y abrir las puertas de las iglesias: una revolución que empezó con su primer viaje a Lampedusa, símbolo de ese mar Mediterráneo que es un tanatorio para pobres. Eso no gustaba a muchos que creen que la Iglesia tiene unas normas. Y que es precisamente una institución de siglos por respetar esas leyes estrictas sin alejarse de ellas. Un cáliz es un cáliz. No se trata de volver a las misas en latín dándoles la espalda a los fieles. Pero tampoco se trataba de pasar al extremo contrario, como, a veces, parecía que quería el papa Francisco. Ejerció y se entregó hasta el final como un moderno San Francisco de Asís. Sin faltarle el toque argentino de su gusto por la exposición pública. El domingo, por ejemplo, en su última aparición sin aliento. Hemos vivido su despedida en directo, como un agónico viacrucis de semanas. Quiso abrazar al mundo y murió ante él.