
Se dice que los cocodrilos lloran con gruesas y sentidas lágrimas cuando devoran algún animal, ya sea serpiente, pez o mamífero, que se cruce en su camino. La noche del lunes 3 de junio de 1963, mi abuela Carmen lloró desconsoladamente al enterarse por la televisión del fallecimiento de Juan XXIII, de Roncalli, el «papa bueno» que acababa de morir. Era un llanto sincero y dolorido, devoto y piadoso. Lloró como a la misma hora lo hicieron millones de católicos a lo largo del mundo.
No fueron lágrimas de cocodrilo, la fe popular dicta sentimientos y emociones que solo las oculta una oración.
Yo era un niño y aquella reacción de mi abuela me impresionó vivamente, y la he recordado con ocasión de la muerte, el lunes de Pascua, del papa Francisco, y me escandalizó ver algunas de las reacciones de los políticos españoles ante la desaparición del obispo de Roma. Tanto como las interpretaciones y análisis de la turba de especialistas «a la violeta» que, surgidos de la nada, se han convertido de la noche a la mañana en expertos vaticanistas.
El ministro Bolaños mudó en el camarlengo de la Moncloa y anunció, de luto riguroso, traje y corbata negros, como mandan los cánones, el fallecimiento de su santidad Francisco, a la vez que comunicaba un duelo oficial de tres días. El ministro de la Presidencia estaba compungido cuando hizo el anuncio y recordó las cinco entrevistas con el papa.
Evidentemente, entre los millones de votantes socialistas hay un buen número de católicos, pero Bolaños quiso parecerse al recordado Gregorio Peces Barba, presidente socialista del Congreso de los Diputados y líder del movimiento Católicos por el Socialismo.
Francisco era nuestro jefe espiritual. Somos mil cuatrocientos millones de católicos los que completamos el censo mundial de la Iglesia.
Mi asombro no tiene límites cuando escucho las condolencias de Sumar y Podemos, y oigo a Pablo Fernández y Verónica Martínez, portavoces de ambas formaciones, subrayar las luces y las sombras del papado y aconsejar que su sucesor tenga un talante de progreso.
La izquierda melancólica, anticlerical y básicamente atea, se atreve aconsejar al colegio cardenalicio para que desoiga al Espíritu Santo, si el conclave se pronuncia por un papa conservador no populista.
Y el sumun es la manifestación de Pablo Iglesias, ideólogo de extrema izquierda, al enterarse de óbito, quien señaló: «Compartimos barricada». Sin comentarios.
Prefiero, ante tanta hipocresía oportunista, las lágrimas calladas de los cocodrilos.