Trump apretó un botón

Jesús Benítez PROFESOR DE CIENCIA POLÍTICA Y CRIMINOLOGÍA EN LA UNIVERSIDADE DE SANTIAGO Y ESPECIALIZADO EN MÉTODOS COMPUTACIONALES

OPINIÓN

CONTACTO vía Europa Press | EUROPAPRESS

27 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Estas últimas semanas estamos presenciando el equivalente geopolítico de pulsar el botón rojo de autodestrucción. El comercio internacional, otrora símbolo de cooperación global, pasa a ser considerado como competencia desleal y castigado con aranceles punitivos. La Unión Europea, socia comercial histórica, está siendo tratada como una amenaza económica, y su dependencia, antaño pilar de la alianza trasatlántica, pasa a ser considerada como una carga. El canciller alemán in pectore responde al cambio de paradigma expresando la necesidad de «declarar la independencia» de Estados Unidos, y los líderes europeos lo secundan, aprobando un programa de rearme para materializarla. Pero donde el cambio de paradigma se hace más visible es en el caso de Rusia, que de ser el enemigo absoluto se ha convertido en socio comercial, a juzgar por la exención de aranceles que disfruta, el apoyo de Washington en la ONU en su posición sobre Ucrania, y la normalización diplomática en curso. Por si el desconcierto no fuera suficiente, llega la estupefacción con la propuesta de convertir Gaza en resort turístico, el mismo territorio donde la justicia internacional investiga un posible genocidio. Parecería que el orden basado en normas comunes y cooperación hubiera quedado definitivamente clausurado, siendo sustituido por un desconcertante desorden global aparentemente basado en el arbitrio de un solo hombre.

Tras este aparente caos hay un patrón común: la creciente centralidad política de la tecnología como nuevo eje del poder político. El caso de Elon Musk lo ilustra con crudeza: su control sobre Starlink le permitió primero sostener y luego condicionar las comunicaciones militares ucranianas, seguida por la posterior prohibición al Reino Unido de compartir con Ucrania los recursos de inteligencia norteamericanos, dejando al descubierto la vulnerabilidad estratégica que supone depender de infraestructuras tecnológicas extranjeras. Su papel al frente del DOGE (Departamento de Eficiencia Gubernamental) —homónimo de una criptomoneda bautizada a su vez con un meme— ilustra la creciente centralidad de los actores tecnológicos en la gestión del Estado, no ya en aquellos aspectos vinculados a su propia actividad económica, como el sector del automóvil y espacial, sino incluso en el desmantelamiento sistemático de servicios críticos, incluyendo los de seguridad nacional. La centralidad tecnológica tiene una gran capacidad explicativa: basta tomar como referencia el proyecto de imponer la primacía de un dólar digital para reducir notablemente el actual desconcierto.

Mientras los focos se centran en aranceles y conflictos bélicos, son los protocolos blockchain, los satélites y los algoritmos los que están redefiniendo silenciosamente la nueva arquitectura internacional. Cuanto mayor es la dependencia tecnológica, más quimérica es la política. La receta de la soberanía tecnológica es bien conocida: criptografía punto a punto, código abierto e interoperabilidad. La UE puede invertir en armamento que si no controla sus chips y algoritmos se convertirá en territorio por conquistar, desconectable con pulsar un botón.