La gran belleza

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

DPA vía Europa Press | EUROPAPRESS

03 may 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Mi admirado Paolo Sorrentino sentó las bases fílmicas de una manera nueva de ver e interpretar Italia, y desde su militancia napolitana de nación, de origen, contó magistralmente y de forma distinta la Roma post felliniana, la vida mas o menos disoluta de una fauna de decadentes aristócratas, de políticos corruptos y prelados singulares. Todos habitaron su película La gran belleza.

Fellini, en 1972, había narrado la vida, mas bien la noche, que en La dolce vita discurría en la avenida romana de Via Veneto, entre el Harris Bar y el Café de París, al igual que hiciera enseñándonos en el filme Roma, una de sus obsesiones mas queridas.

Con motivo de las exequias del papa Francisco hemos podido apreciar de nuevo la belleza absoluta de la ciudad eterna, a través de los fastos funerarios que durante varios días se asomaron a las pantallas de todas las televisiones.

Pudimos contemplar la ciudad barroca que diseño el papa Urbano VIII, con la ayuda genial de Bernini, y que quedó recogida en la máxima popular que asegura que «lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini», con el papa Urbano a la cabeza, que acabó con la vieja ciudad imperial.

Roma es mi particular estación termini y, parafraseando a Vila Matas, diré que, como él dice de París, que «no se acaba nunca»; y coincido con Indro Montanelli al señalar que se puede visitar una y cien veces la ciudad de los césares, pero es necesaria una vida entera para conocerla.

La historia relata siglo a siglo la ciudad en sus monumentos, en su bullicio, en su luz diamantina. Desde sus siete colinas se divisa la urbe poliédrica, con el centenar de espadañas de todas sus iglesias, desde el Aventino al Quirinal, y con su centro de la cristiandad en la basílica de San Pedro en el Vaticano, que guarda al menos dos tesoros de Miguel Ángel, la Piedad, y la Capilla Sixtina. Una tarde, mirando Roma desde el Gianicolo, experimenté una sensación cercana al éxtasis, sentí que el síndrome de Stendhal nacía en mi corazón.

Dentro de pocos días tendrá lugar la elección de un nuevo papa. El cónclave reunirá en la Capilla Sixtina a ciento treinta y pico cardenales, los purpurados vestidos con sus mejores galas, de rojo carmesí y roquete de lino blanco, la mufeta rojo escarlata al igual que el solideo; debatirán encerrados a cal y canto el nombre del sucesor de Pedro. Llega la etapa final de los días romanos que acompañaron a Francisco a su última morada y nos han vuelto a enseñar panorámicamente una ciudad que he frecuentado, que amé y sigo amando, prendado de su armónica decadencia y de su gran belleza.