
La esperanza que aporta escuchar los 14 minutos de la chacona de Bach al violín, interpretada, por ejemplo, por Menuhin en el año 72 en Gstaad, era lo único que faltó hace ocho días como música ambiente en la reunión cara a cara entre Trump y Zelenski en mitad de San Pedro. Las interpretaciones bondadosas se dejaron llevar por un último acto de impulso a la paz del fallecido papa Francisco, desde el más allá. La iluminación del espíritu santo en el ambiente. Yo solo eché en falta ese hilo musical imbatible de Johan Sebastian Bach. Los expertos en leer labios aclararon lo que, de verdad, faltaba para entender ese encuentro. Había tres sillas, y una se retiró. Como en el juego de la sillas y la música. ¿Para quién era esa tercera silla? ¿Qué líder iba a participar en el sándwich entre el presidente norteamericano y el ucraniano? Por allí pululaban Starmer y Macron, sobre todo Macron, cómo no. Y este fue el que más se acercó al saludo entre Trump y Zelenski. Tanto se acercó que los lectores de labios nos han aclarado que Trump le dijo que, por favor, se marchase y los dejase a ellos dos solos. Zelenski corroboró esa petición. Y entonces, como si dejase de sonar la chacona, la tercera silla fue retirada por uno de los miembros de la diplomacia vaticana que estaban al tanto de la reunión. Macron se quedó fuera.
Dicen que la reunión fue muy productiva y que, por fin, Trump se ha dado cuenta de que Putin no es de fiar. El otro día le tuvo que escribir una pancarta con mayúsculas en las redes ante sus continuos ataques, de nuevo, a la capital, Kiev: «Vladimir, para». Parece que ese encuentro entre ambos ha servido para que Donald se dé cuenta de que no le faltaba razón a Zelenski el día que lo abroncó, con Vance, en la Casa Blanca. Putin es un tipo difícil, esquinado, sombrío. No es que venga de los servicios secretos, de los pasillos oscuros y los interrogatorios con toallas mojadas. Sigue en esos servicios secretos, desde la presidencia del Kremlin.
Pero volvamos a Macron y su ridículo. Quería sentarse donde no le correspondía. Macron vive en la irrelevancia política en su país. Quema primeros ministros y gobiernos para seguir en el poder. Pero la grandeur cada vez se le queda más pequeña. Y esa irrelevancia política en Francia le pasa factura en Europa y en el mundo, por mucho que él se empeñe en lo contrario. Macron gana en Francia por el suicidio que protagonizó la izquierda y porque en ese país la derecha no existe. Solo la ultraderecha. Es Le Pen quien mantiene a Macron en un lugar que no le corresponde. El argumento que tiene de su mano en la escena internacional es uno que no puede utilizar: el nuclear. Lo demás son maneras versallescas, cuando Versalles hace mucho que simplemente es un monumento para que lo visiten los turistas. Macron no es nada ni nadie, desde su centro que no existe. En un mundo polarizado, lo que representa ha desaparecido. Tal vez, algún día nos demos cuenta de que la muerte del centro ha sido para mal y volvamos a él. Pero hoy no existe ni el centro, ni Francia, ni Macron, como eje del poder. Por eso desapareció esa tercera silla con discreción curil. Y Macron no salió en la foto que tanto ansiaba.