
Se ha iniciado el cónclave que ha de elegir al nuevo pontífice. Tras el entierro del papa Francisco se han ido sucediendo las quinielas y los intentos por influir en el ánimo de los cardenales electores, a veces, incluso, con un cierto halo de intriga y conspiración al estilo Dan Brown.
Pocas veces la elección de un nuevo papa concitó el interés de tantos medios y tan variados, hasta el punto de que algunos hablan de una cierta ansiedad comunicativa. Fuera de ello, los católicos lo estamos viviendo en un clima de oración, de espera y esperanza: han contribuido a ello los propios cardenales, que estos días han logrado transmitir serenidad y unidad en aras de un bien mayor, que no es solo el de la Iglesia católica. Nuestro mundo está marcado, tristemente, por liderazgos cada vez menos amigables, en un momento histórico dominado por la desesperanza, la desconfianza y la confrontación. Por eso, el ejemplo que han dado estos días los cardenales tiene tanto valor, más allá de los límites eclesiales, incluido el breve comunicado que emitieron ayer tras la última congregación general antes del cónclave, una súplica por la paz en Ucrania y Oriente Medio.
Auguro un cónclave de 2-3 días. Estoy seguro de que el nuevo sucesor de San Pedro concitará tanto loas como críticas, como ha sucedido siempre, desde los tiempos de un tal Jesús de Nazaret. También, que empeñará todas sus capacidades y toda su energía en la construcción de un mundo más fraterno.