
Un ritual es una serie de acciones realizadas principalmente por su valor simbólico. Son acciones que están basadas en alguna creencia, ya sea religiosa, política, por las tradiciones, por los recuerdos o por la memoria histórica de una comunidad. Miles de periodistas venidos de todo el mundo se congregaron frente a la puerta del Vaticano donde se reunió el cónclave de cardenales para elegir nuevo papa. Todos los medios de comunicación (prensa, radio, televisión y nuevas tecnologías digitales) hicieron seguimiento permanente del evento papal.
¿Cómo es posible que en este mundo posmoderno, donde los ritos, las creencias, las ideologías, la tradición, la autoridad y todo gran referente simbólico se han derrumbado, pueda despertar tanto interés este hecho ritual? Es verdad que son más de mil millones de católicos, pero son muchos más los que siguen de reojo toda la parafernalia vaticana de estos días.
La fascinación del cónclave viene derivada de lo anacrónico que resulta lo eterno en la era de lo efímero y la sociedad líquida en que vivimos. Puede que estemos asistiendo a la oscilación del péndulo de la historia y que una vez embriagados de novedad, de «lo último», de la comunicación permanente y de la alta tecnología, volvamos a quedar cautivados por aquello que no conoce cambios, ni modas, ni tiempo, ni redes sociales. Solo silencio en una época en que ritual se ha convertido en palabra escandalosa.
Hechizados por lo permanente en un mundo gaseoso en que nada dura más allá de media temporada; por la venerable autoridad de la ancianidad, sin participación alguna de la todopoderosa juventud y hablando en latín. Da igual ser creyente que ateo, solo percibimos las diferencias y los rituales así resultan hoy en día algo insólito.
Dejando aparte los discursos agnósticos, lo políticamente correcto y lo demodé que está hablar de cualquier espiritualidad, lo cierto es que una situación como la de un cónclave presenta algunas características psicológicas interesantes: el secreto, el aislamiento, la oración y la fe en una creencia que la mayoría de los que ahí se reúnen comparten. Situación esta propensa a propiciar estados de conciencia peculiares. No me extrañaría nada que lo que los cardenales invocan en los cónclaves desde su fe —la bajada del Espíritu Santo— no sea más que el subidón a esa zona inaccesible de la conciencia que alcanza la mística a través de ritos consolidados durante más de veinte siglos.
No descarto la posibilidad de que la iluminación haya estado presente en la elección del nuevo papa. Tampoco le arriendo la gracia a quien le ha tocado el peso de la mitra. Son cosas del Espíritu Santo, no de la IA.
Habemus papam.