
El algoritmo guiando al pueblo. Ese sigue siendo el cuadro que mejor retrataría a una buena parte de la humanidad. Miles de millones siguiendo esa antorcha que supuestamente no empuña nadie, que nos ilumina y nos oscurece con falsa naturalidad y que disimula sus interruptores. Pero toda luz y color palidecen ante el potencial de la inteligencia artificial, ese sol que puede provocar amaneceres inimaginables. Para bien y para mal. Por ello merece vigilancia extrema. Y vigilarla no es fácil. Sobre todo, después de haber permitido que gran parte del universo digital sea esa mezcla espesa e ingobernable en la que se superponen las aguas internacionales, la tierra de nadie y el cercano oeste. Es sintomático que, casi en paralelo, adviertan sobre diferentes peligros de la IA Elton John y el papa León XIV. El primero es uno de los cuatrocientos creadores británicos que piden a su Gobierno que Sam Altman y compañía expliquen qué contenidos usan para entrenar a la máquina. Porque muchos artistas no quieren que la IA se trague sus obras como si no existieran los derechos de autor. Y el pontífice acaba de asegurar que considera la inteligencia artificial un asunto clave porque «plantea nuevos desafíos en la defensa de la dignidad humana, de la justicia y el trabajo». Confirmó a los cardenales que sigue la estela de León XIII y su encíclica Rerum novarum, en la que el pontífice italiano afrontó la cuestión social en el contexto de la primera gran revolución industrial. Los que manejan los hilos de la revolución tecnológica también aseguran que «el mal no prevalecerá». Pero, entretanto, acumulan poder y se construyen casas-búnker.