
Durante los últimos años, he pasado temporadas en lugares en los que no tener luz eléctrica, cobertura de teléfono o incluso agua corriente es algo normal. Cuando has tenido que ducharte con un cazo después de acumular agua en un barril, o descubres que aquella cerveza o aquel refresco que tanto te apetecería beber está caliente porque ese día hubo de nuevo corte de suministro o el combustible del generador se agotó y los refrigeradores no funcionan, o que la antena del operador de telefonía está muerta porque su acumulador depende de energía solar y hace dos días que llueve sin parar, vas desarrollando una cierta tolerancia a los imprevistos.
La primera vez que vives algo así tienes dos opciones: rebelarte, despotricar y esperar a que alguien lo solucione, o mimetizarte con el entorno, ponerte en modo éche o que hai, y tomarte las cosas con calma. Es cierto que al encontrarte de repente en esa situación te asalta una sensación de incredulidad que supongo que es parecida a la que sintieron muchos de los habitantes de la Península el día del apagón; pero si puedes dejar de lado los prejuicios que se derivan de vivir en un lugar en el que todas esas enormes comodidades —que, en realidad, llevan muy poco en la vida de los seres humanos— se consideran normales, te darías cuenta de que lo realmente extraordinario es que pulsemos un interruptor y se haga la luz.
Si lo pensamos, incluso en nuestro país, muchas personas de más de una cierta edad o que viven en regiones rurales no han tenido acceso a una red wifi durante una gran parte de su vida. De hecho, algunas siguen sin tenerla. Para ellos, tener un plan B en forma de generador, pozo, vehículo fiable o, simplemente, acceso directo a los vecinos con quienes hablar y a los que pedir ayuda en un momento determinado, no es nada excepcional. Forma parte de su vida habitual. Salir a pasear el día del apagón y ver a mucha, muchísima gente, jóvenes, niños y mayores, en los parques, en las plazas, en los portales, charlando y jugando, fue como ver a esas sociedades que viven sin móvil y sin redes sociales, que se relacionan de manera presencial, no virtual. No está tan mal pensar que al menos por un día hemos podido vivir sin la estridencia, la prisa, la mala leche y la sobreinformación, y que a lo mejor a algunos la experiencia les ha gustado y se pueden plantear desengancharse de esa esclavitud, de esa falsa vida que nos consume horas y nos priva de la vida real.
Si sirve para eso, doy por bien empleado el apagón, que en realidad no nos puso a prueba porque por fortuna fue breve. Los problemas reales habrían empezado a aparecer si se hubiera prolongado, porque entonces sí que los habitantes de las ciudades habríamos estado en problemas: la falta de suministro afecta al bombeo de agua, y si no se puede coordinar la logística del transporte de alimentos y este se interrumpe, se calcula que las urbes no disponen de recursos para mantenerse más de tres días. Eso sí que nos habría hecho añorar la vida rural y darnos cuenta de cuál debería ser el verdadero plan B de una tierra como Galicia.