
Tenían previsto viajar a Israel mañana para estar con los padres de la novia, Sarah Milgrim, antes de que fuera pedida en matrimonio. Él, Yaron Lischinsky, ya había comprado el anillo de compromiso. La foto de ambos enternece: tan jóvenes, 26 y 30 años, tan sonrientes. Pero llegó un tipo y los mató el jueves, a la salida del Capital Jew Museum en Washington, porque pensaba que eran judíos y que, por alguna extraña sinrazón, matarlos servía para liberar Palestina. Y sí, ambos eran judíos aunque él, también cristiano practicante. Los dos trabajaban activamente en favor del diálogo con los palestinos y de la paz. No parece que el asesino haya tenido tiempo para comprobar esos extremos. Estaban en un acto judío, en un local judío y, eso es verdad, tenían pinta de judíos. Lo demás ya no le interesaba. Hay algunas subculturas que funcionan así: su manera de dialogar se reduce a un argumento: la violencia ciega y, a menudo, salvaje.
El antisemitismo, cuando se generaliza, funciona como una señal de alerta: algo va mal en esa sociedad. Lo mismo ocurre con la persecución de los cristianos en tantas partes, o de los musulmanes, aunque algunos de estos suelen ser los principales perseguidores de judíos y cristianos (que Lischinsky sea las dos cosas habrá emocionado a algún loco).
Una de las manifestaciones más obvias de la barbarie consiste, precisamente, en sentirse autorizado para quitar la vida a alguien porque pertenece a determinada raza, a tal religión, o porque defiende ideas legítimas con las que no estamos de acuerdo. De ahí a matar a quien nos estorba, solo porque nos estorba o nos disgusta, hay solo un paso. Y, lamentablemente, ya lo hemos dado. Va siendo hora de recular.