
Ayer, mi nieto Roque cumplió seis años, y la primera consecuencia importante del asunto es que ya no puede contar su edad con los dedos de una mano. Seis años dan para mucho y él, me consta, ha vivido por lo menos cuatro acontecimientos de gran magnitud de la vida de una persona: ha aprendido a andar, a hablar, a nadar y, recientemente, a leer. Mucho más de lo que puede hacer cualquier adulto, que se tiene que limitar a seguir intentando aprender inglés o que va a clases de baile de salón por ver si liga. En seis años, mi nieto ha visto a dos papas y dos monarcas de Inglaterra, y, lamentablemente, un solo presidente del Gobierno de su país. Pero todo esto que les cuento es una licencia poética, porque al citado rapaz esa gente le importa un pito. Dice su padre que ya está en la edad de elegir si quiere jugar al hockey sobre patines como él mismo y como su tío, que es el capitán del Liceo. Dice que si a esa edad no empiezas, ya nunca llegarás a nada (en el hockey, se entiende), pero me da a mí en la nariz que el hockey va a tener que esperar sentado. Roque tiene demasiados intereses, como Leonardo da Vinci y como Miguel Ángel Buonarroti. Tiene ante sí el ancho mundo, como corresponde a su edad.
Nosotros, los adultos, con nuestros políticos y nuestros banqueros a la greña, con nuestro pequeño país, no prestamos atención al futuro de Roque. Y cuando pienso en el mundo que les dejaremos me queda el consuelo de saber que cuando ellos sean adultos, todos nosotros estaremos criando malvas.