
Confiesa que tiene 48 años («léelos al revés», sugiere), mira desde esa atalaya que le da la edad a los ojos de los ponentes y pregunta: «¿Cuándo se van a ocupar de nosotros, de los mayores?». Se celebra en Santiago el segundo Congreso Internacional de Consumo y se habla de los vulnerables. La mujer espeta: «Con qué derecho levantan de sus camas a las 7.30 de la mañana a los mayores que viven en las residencias —no tienen nada que hacer a esas horas— y los acuestan poco después de las 20.30 de la tarde», cuando aún quieren vivir. Quizá para adaptar los horarios de los residentes a los de los trabajadores, que —curiosamente— reciben sus salarios de ellos. ¡El mundo al revés y loco e injusto! En Portugal, dice Gloria da Conceiçao, portavoz de los consumidores de su país, familias enteras tienen recursos para alquilar solo una habitación, y allí se meten, compartiendo inmueble con otras dos o tres familias. El salario (un mínimo de 870 euros al mes) no les da para más, y, a veces, los niños y los adultos no cubren sus necesidades básicas. La pobreza también hace escarnios entre los inmigrantes, que no son recibidos como se merecen.
En Rumanía, constata Mónica Calu, de Uniti, una familia puede recorrer decenas de kilómetros (gastando el dinero que no tiene) para que le renueven las recetas farmacéuticas. Faltan médicos y las personas vulnerables se mueren porque no tienen derecho a ser atendidas. A los asistentes al congreso se les abren las entrañas. Arrancan en aplausos. Maura Saltinbanco y Deamon Ortega, representantes de Italia y Bélgica, confiesan que sus países no escapan de la vulnerabilidad. Pobres hay en todos lados. Y ricos también, aunque «cada vez las diferencias sociales son mayores [...] Hay que dejar las moquetas y conocer la realidad de la calle», dice Ileana Izverniceanu, del CES Europeo, mientras Miguel López, de la Confederación Consum España, advierte que solo la sociedad civil la que acabará con la injusticia.