
La sensación creciente entre los ciudadanos es que España funciona cada vez peor. No se trata de una percepción aislada, sino una realidad palpable corroborada por incidentes recientes como el apagón nacional o los problemas recurrentes en la red ferroviaria de Renfe. Estos fallos, impropios de un país avanzado, no son meros accidentes técnicos, sino síntomas visibles de un deterioro institucional preocupante.
Esta sensación se ve confirmada por los datos objetivos del World Governance Indicators del Banco Mundial, que muestran claramente cómo España ha retrocedido en calidad institucional desde el año 2000. Según estos indicadores, nuestro país ha sufrido un retroceso notable en control de la corrupción, eficiencia gubernamental, calidad regulatoria y Estado de derecho. De hecho, España se sitúa entre las naciones desarrolladas con mayor deterioro en estas categorías, superando ampliamente las caídas de países como Alemania, Francia o Estados Unidos.
Este deterioro institucional no es casualidad, sino resultado de decisiones políticas que priorizan la fidelidad partidista sobre la competencia técnica. La obsesión por la imagen política y el cortoplacismo se imponen a la necesidad urgente de reformas estructurales. Un claro ejemplo es la reciente propuesta estrella del Gobierno: reducir la jornada laboral por ley. Aunque políticamente atractiva, esta medida contradice toda evidencia empírica sobre productividad. Países como Francia, que implementaron reducciones similares, no solo no mejoraron sus índices de productividad, sino que generaron nuevos problemas económicos.
Imponer por ley una jornada laboral reducida solo incrementará la burocracia y agravará problemas estructurales, como la crisis de vivienda derivada de trámites eternizados por una Administración ineficiente. Esta mentalidad, profundamente arraigada en la política española, de resolver problemas complejos con soluciones simples y populistas, es exactamente lo que España debe abandonar si quiere mejorar su calidad institucional y competitividad económica.
Frente a estos desafíos, España necesita un cambio profundo de mentalidad. Debemos asumir que la calidad institucional, la meritocracia y las reformas de largo plazo son imprescindibles para el progreso económico y social. España necesita políticas públicas basadas en evidencia y no en dogmas ideológicos. Necesita reformas que, aunque impopulares a corto plazo, generen beneficios duraderos.
Solo así lograremos revertir el deterioro institucional que lastra nuestro desarrollo. El camino pasa por reconocer la realidad reflejada en indicadores internacionales, escuchar a expertos técnicos y abandonar la política del espectáculo en favor de una gestión eficaz y rigurosa. España está ante el espejo, y es hora de reconocer claramente qué refleja su imagen y decidir qué país quiere ver mañana.