
El reciente escándalo que envuelve al PSOE, con figuras clave como Santos Cerdán, José Luis Ábalos y Koldo implicadas en tramas de corrupción, no es un episodio aislado ni fruto de simples errores de selección de personal. Al contrario fueron las personas correctas, pero para tareas equivocadas. Desde la óptica de la Escuela de la Elección Pública, fundada por el Nobel James Buchanan, estos sucesos son previsibles consecuencias de un sistema político que ofrece incentivos perversos.
Buchanan explicó cómo los políticos, igual que cualquier otro individuo, responden racionalmente a incentivos que no siempre coinciden con el interés público. Cuando Sánchez admite ahora su error de confiar en ciertos colaboradores y anuncia un paquete urgente de medidas anticorrupción, no hace sino confirmar implícitamente la tesis central de Buchanan: la corrupción política no es un problema de «manzanas podridas» sino un problema institucional.
La defensa del presidente Sánchez al afirmar que desconocía las corruptelas en las que sus colaboradores más cercanos se encontraban envueltos, tal como sostiene en su reciente comparecencia ante el Congreso, resulta poco creíble. Sánchez conocía de primera mano los rumores e informes que desde hace tiempo apuntaban en esta dirección, como revelan diversas fuentes periodísticas. La incredulidad ciudadana ante estas afirmaciones no surge de la desconfianza hacia el presidente, sino del conocimiento intuitivo sobre cómo funciona la dinámica política.
Desde Buchanan sabemos que los políticos no son ángeles que buscan la virtud pública, sino actores racionales maximizadores de votos, poder e influencia.
El caso de Santos Cerdán, figura central en el ascenso político de Sánchez, expone precisamente la racionalidad detrás de la elección de ciertos perfiles políticos. La corrupción emerge con más fuerza cuando los cargos políticos se convierten en medios para asegurar la supervivencia en el poder, y no en instrumentos para el servicio público.
Las recientes medidas anticorrupción, anunciadas a bombo y platillo, aunque necesarias, llegan tarde y con cierto aroma cosmético. Los controles patrimoniales aleatorios y las auditorías independientes, entre otras propuestas, atacan síntomas pero no causas. Buchanan recomendaría centrarse en modificar la estructura de incentivos políticos para reducir la corrupción, como una verdadera rendición de cuentas que haga el castigo político más costoso que el beneficio de la corrupción.
En definitiva, las palabras de Feijoo cobran especial sentido desde la perspectiva de Buchanan: Sánchez no eligió equivocadamente a buenas personas para puestos erróneos; seleccionó precisamente a aquellas que se ajustaban a la lógica perversa de nuestro sistema político.
Es hora de comprender que el problema es institucional, no personal. Mientras no se reformen estos incentivos, seguiremos condenados a repetir una y otra vez estos episodios, cambiando únicamente los nombres y las circunstancias.