
En la guerra de Gaza, Occidente cae en una simplificación tan emocional como ineficaz: el bando de los «hunos» contra los «hotros». Para un sector de la población Israel representa la legítima defensa frente al terrorismo de Hamás; enfrente se sitúan aquellos que ven a los palestinos como víctimas absolutas, lo que termina por identificar, erróneamente, a Hamás como expresión del pueblo palestino. Esta polarización es un obstáculo mayor para la solución del conflicto. Porque, cuando los aliados de cada bando se encierran en posiciones máximas, el diálogo se convierte en un callejón sin salida, alimentado por una opinión pública manipulada y desinformada.
Ese es el error de fondo que compartieron las estrategias negociadoras de líderes como Trump o Putin: la idea de que los conflictos se resuelven imponiendo condiciones unilaterales o decantando la balanza en favor de uno de los actores. Pero en Gaza, como en tantos otros escenarios complejos, no existe una salida justa y duradera que no implique cesiones mutuas. La realidad no es blanca ni negra, sino gris; las soluciones posiblemente también si quieren ser eficaces.
Occidente debe abandonar la diplomacia simplificadora de bloques. No se trata de apuntalar incondicional e irracionalmente a uno de los dos lados, sino de ejercer una presión efectiva y sostenida sobre ambos para que asuman responsabilidades, renuncien a ciertas posiciones y puedan aspirar, a cambio, a beneficios concretos.
Eso supone exigir a Israel una proporcionalidad real en su respuesta frente a la barbarie terrorista y un respeto absoluto al Derecho Internacional Humanitario que, de forma rotunda, debemos afirmar que está vulnerando en la actualidad. La desproporción en la operación militar del presente no es solo una cuestión ética o legal —con elementos suficientes para calificar la acción de Netanyahu como presunto genocidio—, sino que es un error estratégico que castiga al pueblo palestino en su conjunto, incluidos los cristianos de Gaza, tradicionalmente neutrales, alimentando el resentimiento y debilitando cualquier atisbo de reconciliación futura.
Pero también hay que ser directos con la otra parte: Hamás no puede formar parte del futuro Gobierno de Palestina ni puede ser un actor fiable. No solo por su historial de terrorismo y su desprecio por los derechos humanos, sino porque su presencia deslegitima a cualquier interlocutor palestino ante la comunidad internacional. La solución exige el fortalecimiento de actores moderados como Al Fatah, con aparente apoyo popular y con vocación de Estado. Mahmud Abás debe dar un paso adelante.
De todos modos, entiéndasenos bien. Este artículo de opinión no se suma a una tesis que abraza una equidistancia vacía, sino que ve la solución equilibrada como el único camino realista. Cuando se construye la política internacional sobre la lógica schmittiana de amigo-enemigo, los conflictos se cronifican, las sociedades se polarizan y las víctimas se multiplican. La paz, si ha de llegar, lo hará a través de una diplomacia proactiva y exigente con todos, que entienda la historia, respete el derecho y se atreva a pedir a cada cual que renuncie a parte de sus razones. Y, en todo caso, desde el respeto al Derecho Internacional Humanitario, marco que delimita el terreno de juego admisible. Las potencias mundiales pueden imponer verdaderamente esta visión, empezando por el imperio norteamericano, pero tienen que querer hacerlo, lo cual no lo tenemos claro.