
Ay, el algoritmo. Ese que maneja nuestras barcas. ¿Nadie conoce su funcionamiento? En el periodismo estamos locos por saber cuál es el algoritmo que usan los seleccionadores de noticias para fijarse en un titular o en otro. Es tan misterioso como la fórmula de la Coca Cola. Y encima dicen que cambia, que muda su piel. Nadie puede concretar con certezas sus antojos. Lo mismo sucede con los algoritmos que nos llegan por las redes y que hace que nos fijemos en lo que nunca creíamos que nos interesaría. Surrealista. Navegar no es ir en barco y mirar el horizonte. Navegar es perder el tiempo con el móvil y pasmar con el horizonte infinito que se nos ofrece. Los reels nos loquean, dedito a dedito. Pero el que está divagando soy yo. Quería hablarles del algoritmo del tiempo, otro que ha enloquecido. No existe una previsión que acierte cien por… como dicen los chavales. Al capitalismo le interesa vender. Y que nos asustemos con tormentas, tornados, danas en verano, sequías en invierno es algo que no le va bien al sistema. Así manipularon las palabras. Como me explicó un experto, Al Gore había utilizado lo del calentamiento global y el efecto invernadero y las había puesto en el mapa. Pero ambas expresiones desaparecieron. Eran negativas. Enseguida, se impuso la que se utiliza ahora: el cambio climático. Cambio es una palabra positiva. Siempre se ha usado en las campañas políticas para acompañar el éxito de los ganadores. Si escuchamos cambio climático nos asustamos menos que si nos hablan, como hacían, de calentamiento global o de efecto invernadero. Antes parecía que nos íbamos a morir todos. Ahora es lo mismo, pero suena a muerte más dulce.
De momento, esta locura del cambio climático, estas variaciones del tiempo que no siguen ningún algoritmo de los que conocíamos, pasa de dejar cadáveres en Valencia a menguar el glaciar de Viedma en la Patagonia, como si esas catedrales de hielo azules y blancas fuesen meros peces de hielo en un whisky on the rocks. Es tremendo, pero nos da igual. Hay comunidades como la gallega que vamos ganando con el supuesto cambio climático. Ya somos más Galifornia que nunca. Españoles del centro y del sur compran pisos en Galicia como si no hubiese un mañana, para refugiarse aquí. Nos hemos convertido en eso, precisamente: un refugio climático. Hasta es una campaña de la Xunta. Y es cierto. Incluso dentro de Galicia hay zonas. Ourense, cuidado, no es lo que parece. Está en Galicia, pero a veces se convierte en aquella sartén de Andalucía que estudiábamos de chavales: Écija. Ourense es a nosa sartén. Llega a temperaturas asombrosas que te fríen durante el día y te sofríen por la noche. Lo peor es que no baje el termómetro al anochecer. Con 28 grados de mínima, el aparato del aire acondicionado se ha convertido en un dios. El algoritmo del tiempo es otro misterio. Pero es cierto que la costa norte gallega, de Fisterra a Ribadeo, es un lugar privilegiado cuando en los telediarios repiten lo de ola de calor. Aquí hay una garantía de nubes, aunque los algoritmos sabemos que no son axiomas de nada. A veces, el fresquito se pasa de rosca y la lluvia pasa a inundación y convierte el concierto de Arde Bogotá en una pecera, en Bogotá empapada.