Anteayer descubrí algo asombroso: en algunas culturas aborígenes australianas, la reproducción humana se atribuía exclusivamente a la mujer. Me extrañó tantísimo que indagué algo más. Y sí, aunque se reconocía en los animales, se negaba la relación causa-efecto entre el acto sexual y la generación del bebé. No podía creer que algo así sucediera en el siglo XX o en cualquier otro siglo. Disponían de varias explicaciones sobre cómo se engendraban los niños y en todas excluían el concurso del varón en favor de un relato espiritualista que no se aplicaba, como en otras culturas antiguas, a casos extraordinarios, sino a todos.
Los antropólogos se enzarzaron muy pronto en discusiones. Algunos decían que asegurar la concepción meramente espiritual no contradecía la verdad, sino que la situaba en unos parámetros que nos resultan ajenos. Otros pensaban que, en realidad, sabían perfectamente cómo venían los niños al mundo pero les interesaba controlar el relato para mantener el orden social: se legitimaba la promiscuidad (intercambios de esposas, por ejemplo), porque así blindaban a las mujeres de acusaciones de infidelidad y a los hombres de la vergüenza de criar hijos ajenos sin saberlo. No era ignorancia, sino una forma de organizar el mundo. Un modo eficaz de mantener la cohesión del grupo, de proteger jerarquías y, sobre todo, de esquivar preguntas incómodas. El relato era la realidad. Muy lejos del realismo que impulsó nuestro progreso, pero peligrosamente cerca de ciertas dinámicas políticas actuales, donde todos —actores, votantes, medios— conocen la verdad y prefieren la comodidad de compartir una mentira.
Ellos cambiaron la evidencia por poder. Y se quedaron atrás. Nos puede pasar lo mismo