
Israel decidió retomar Gaza. Quizá para quedársela; quizá solo para recuperar lo que cedieron en el 2005. En Jerusalén parecen haber asumido que la guerra de imagen está perdida: Hamás y buena parte de la izquierda occidental sintonizan en un ideario amplificado por medios influyentes. Incluso el poderoso The New York Times tuvo que rectificar la foto de un niño muerto de hambre que dio la vuelta al mundo: no sufría desnutrición, sino parálisis cerebral desde su nacimiento. Sus hermanos están bien. Sin embargo, Hamás no ve inconveniente moral alguno en publicar un vídeo en el que obligan a un rehén israelí, de 24 años, visiblemente famélico, a cavar su tumba, con el objetivo de movilizar a la población israelí a favor de sus tesis.
Los números de muertos gazatíes provienen de Hamás. Incluso si se aceptan otros más bajos, el coste humano es terrible. Pero las cifras oficiales parecen deliberadamente infladas: sirven para maximizar el sufrimiento y su apariencia. En ellas se mezclan, además, civiles y combatientes.
En Gaza, la gente común no puede protestar: los atarían a una moto y los arrastrarían por las calles. No puede protegerse: los túneles son para Hamás. No puede impedir que sus hijos sean usados como vigías en el frente o como escudos. Les roban la ayuda humanitaria y se la revenden o la usan para forjar clientelas.
Israel está lejos de la santidad. Pero ahora, gracias en parte a la ceguera occidental, siente que ya no tiene nada que perder. Hará lo que considere necesario para destruir a Hamás y evitar nuevos ataques. Y Hamás lo sabe: por eso no libera a los rehenes. Necesita que el dolor de su gente sea insoportable y que se vea. Israel, que no quede capacidad para causarlo.