Me duele la tierra

Cristina Sánchez-Andrade
Cristina Sánchez-Andrade ESCRITORA, PREMIO JULIO CAMBA

OPINIÓN

MABEL R. G.

19 ago 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Asisto con impotencia al panorama de incendios y, como gallega, siento vergüenza ajena. Desde que tengo uso de razón, cada verano es lo mismo, pero sin duda este supera todos los demás. Siento que algo arde dentro de mí. Me duelen los castaños, los robles, los alcornoques. Me duelen las carballeiras, los soutos, las fragas, las fervenzas y los regatos, los camiños y las corredoiras. Me duelen las vacas y los puercos. Me duele el dolor de las gentes que lo pierden todo. Me duele la tierra. Esos «verdes campos bajo la lluvia», que decía Cunqueiro, son ahora ceniza. Y lo peor: no aprendemos.

En Galicia el monte arde porque lo hemos convertido en un polvorín. Décadas de monocultivo de eucalipto y pino. Abandono de aldeas, campos sin cultivar, ganado que ya no limpia el matorral. Parcelas minúsculas y abandonadas, imposibles de gestionar. Un paisaje que no está preparado para frenar los incendios es un paraíso para el fuego.

Es justo reconocer la gran labor de los equipos de extinción, que se han enfrentado estos días a una situación sin precedentes. Por otro lado, en las últimas décadas se ha registrado un aumento de los fenómenos extremos, como la ola de calor que vivimos a día de hoy. Pero quiero ser contundente: los incendios en Galicia no son solo culpa del verano. Son culpa de una política forestal ciega. De gobiernos que invierten millones en helicópteros y aviones, pero apenas en prevención. Culpa de quienes toleran que el monte se deje a su suerte. Por no hablar de la vena pirómana; no comprendo qué mala sangre hierve en ese tipo de personas: según declaraciones del 2025 de la Sociedade Galega de Historia Natural, el 90 % de los incendios en Galicia tienen causas humanas. Datos anteriores también apuntan que entre el 75 % y el 80 % de los incendios son intencionados

Las comparaciones son odiosas, pero hay que hacerlas. Miremos a Portugal. Allí también ardía todo. En el 2017, más de cien muertos. Una catástrofe nacional. ¿Qué hicieron? Reaccionaron. Crearon zonas de gestión conjunta para que pequeños propietarios se unan y limpien el monte. Redujeron eucalipto, apostaron por otras especies. Mantienen brigadas todo el año, no solo en verano.

Y en Cataluña, otro ejemplo. Allí el fuego existe, pero la gestión es distinta. El paisaje es mosaico: viñedos, olivares, campos y bosques que rompen la continuidad del combustible. Además, funcionan las ADF, Agrupaciones de Defensa Forestal. Vecinos organizados, voluntarios que vigilan, limpian y actúan junto a los bomberos. Comunidad. Responsabilidad compartida. Una cultura de respeto al monte.

En Galicia no tenemos nada parecido. Ni Zonas de Intervención Forestal. Ni voluntariado organizado a gran escala. Aquí seguimos con la misma receta: rezar porque no haya incendios y, cuando llegan, lanzar todo contra el fuego. Como en la película O que arde de Oliver Laxe, el fuego no solo quema monte: arrasa una forma de vida que sobrevive a duras penas, como la protagonista, resistiendo sola con sus vacas y su leña.

El monte gallego no necesita más helicópteros. Necesita gestión. Necesita manos que limpien, árboles que frenen las llamas. Necesita una estrategia de verdad. Voluntad firme y no políticos que se lavan las manos, desplazan la responsabilidad y hasta aprovechan para apuntarse un tanto con los incendios. Hasta entonces, seguiremos viendo el mismo paisaje: humo, ceniza y vergüenza.