
Siempre se ha hablado con admiración y respeto del fuego purificador, aquel en que se quemaban las ropas de los infecciosos, los libros de la biblioteca de don Alonso, y los de la Opernplatz de Berlín —para disfrute de Goebbels—, el fuego, en fin, en que el conde de Benavente envuelve su palacio ultrajado por la sola presencia del Borbón francés, según cuenta el duque de Rivas. El fuego es exterminio y pánico. Los niños lo aprendimos —como la muerte— con el Bambi de Walt Disney. Yo luego vi cómo los campesinos castellanos prendían los campos ya cosechados para limpiar de rastrojos la pobre tierra soriana, que decía Machado. El fuego que arrasa nuestros montes abandonados y que los habitantes de las ciudades vemos en los telediarios asombrados no tanto de los incendios como de cuánto monte había por quemar. Y uno piensa que tal vez esto sea el fin de una edad de la tierra como lo fueron las glaciaciones y que de aquí nacerá un planeta renovado, limpio, con nuevos hombres inocentes que volverán a aprender a hacer fuego y a conservarlo, y que un día, de nuevo, inventarán la rueda. Pero entonces, tras las imágenes de las televisiones se escucha la banda sonora de la tragedia, que es una cháchara de reproches malintencionados de unos y de otros, con planes, estrategias, el eterno juego de los políticos pertinaces que mantienen una causa más elevada, como un dios, innegociable. La causa del voto, de la permanencia, del poder. La causa que ignora a la inmensa mayoría de los que miran las llamas.