Espejo roto

José Francisco Sánchez Sánchez
Paco Sánchez EN LA CUERDA FLOJA

OPINIÓN

Robin Westman via YouTube | REUTERS

30 ago 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Robin Westman, el joven de 21 años que disparó contra los niños que asistían a misa en la iglesia del colegio católico de Richfield, dejó un saldo terrible antes de suicidarse: dos niños muertos y 17 heridos. Su historia se ha convertido en un campo de batalla simbólico.

Algunos grupos antisionistas le acusan de judío, quizá por su apellido, y hasta de «judío satánico», porque simpatizaba con un movimiento de esa naturaleza ligado a la ultraderecha. El pobre chaval quizá era satánico, pero también antijudío. Llegó a escribir «6 millones no fue suficiente». Los partidarios del control de armas braman contra la conocida facilidad de acceso a ellas. Los conservadores denuncian la epidemia de enfermedades mentales que corroe las sociedades más avanzadas. Otros ponen el foco en la transición de Robert a Robin, a los 17 años, y lo convierten en ejemplo de una supuesta «violencia transgénero» asociada a otros tiroteos recientes.

Pero las redes imputan también a la madrastra —su madre vive en otro Estado— por no haber hecho nada por impedir los hechos y por negarse a colaborar con la policía. Republicanos y demócratas se acusan de alimentar con sus discursos el clima de violencia y polarización. La culpa, como en España, siempre es del otro.

Pero bajo esta ensordecedora confusión hay un ruido más profundo: el de un vacío. Robin/Robert no es solo un asesino ni solo una víctima de discursos ideológicos: su historia es también la de una ausencia. Le fallaron los tres proveedores de sentido y pertenencia, que atraviesan crisis profundas: la familia, la educación y la religión. Han convertido al chaval en un espejo roto, y los que se miran en él apenas ven reflejado un trozo de sus propios prejuicios.