La evaluación en la función pública: una tarea pendiente
OPINIÓN
La Xunta vuelve a plantearse la evaluación del rendimiento de los funcionarios de la Administración general, excluyendo áreas clave como Sanidade, Educación y Xustiza. Aunque se presenta como una medida orientada a mejorar la gestión y la eficiencia, este anuncio no es nuevo. Ya en los años noventa, bajo el mandato del conselleiro Dositeo Rodríguez, se intentaron implementar sistemas evaluativos que, aunque fueron bien recibidos por muchos profesionales, no lograron consolidarse por falta de criterios realistas y apoyo político.
Uno de los principales problemas de aquellas primeras propuestas fue su enfoque excesivamente formalista. Medidas como registrar el tiempo dedicado a cada conversación o cuantificar sin matices el número de expedientes gestionados mostraron una visión simplista del trabajo administrativo. Las diferencias entre tareas técnicas complejas y trámites rutinarios no se tuvieron en cuenta, lo que evidenció la necesidad de una evaluación adaptada a la diversidad funcional y no basada únicamente en cifras.
El intento inicial se diluyó con el cambio de gobierno y nunca se desarrolló una verdadera cultura evaluadora en la Administración gallega. Posteriormente, el Decreto Legislativo 1/2008, aprobado por el bipartito (PSOE y BNG), supuso un paso atrás al eliminar la obligatoriedad de evaluar anualmente el desempeño, frenando así cualquier posibilidad de institucionalizar un sistema serio de mejora profesional.
El nuevo plan contempla vincular incentivos económicos a la progresión del personal. Aunque esto puede ser positivo, la experiencia previa invita a la cautela. El éxito depende de un diseño justo, transparente y contextualizado, que no repita los errores del pasado. Pero la gran incógnita sigue presente: ¿serán también evaluados los altos cargos y puestos de libre designación, a menudo asignados por afinidad política más que por méritos? Excluir a quienes ostentan responsabilidades directivas del sistema evaluador minaría su legitimidad y transmitiría un mensaje contradictorio a los demás empleados públicos. Además, resulta incoherente exigir excelencia a los técnicos si sus decisiones se ven bloqueadas por superiores ajenos al rigor profesional. El liderazgo administrativo debe estar basado en el conocimiento técnico y la vocación de servicio, no en la obediencia.
La reforma estatal en marcha, que prevé formación obligatoria y becada para los grupos A1 y A2 tras las oposiciones, podría suponer un punto de inflexión. Si se aplica con seriedad, contribuiría a profesionalizar la Administración y recuperar la confianza ciudadana. Francia y Alemania ya cuentan con sistemas altamente meritocráticos para el acceso a altos cargos públicos, basados en formación especializada y experiencia acumulada.
En definitiva, cualquier sistema de evaluación que aspire a ser eficaz debe empezar por los puestos de mayor responsabilidad. Sin liderazgo competente y legitimado por méritos, el resto del proceso corre el riesgo de convertirse en un ejercicio vacío. Evaluar sí, pero con justicia, coherencia y visión a largo plazo.