En agosto la vida recupera aliento y en septiembre recomienza. Es el mes de la Gran Vuelta: al hogar, a la escuela, a la universidad, al curso político o al judicial, a nuestra aventura particular. Como si alguien tocara un timbre invisible para declarar el final del recreo. Vuelven las guerras y las broncas, los proyectos ilusionantes, el reto de una carrera o de otra etapa de la secundaria. Vuelven el miedo al fracaso, el olor a cuadernos y lápices nuevos y a gomas de borrar. O la posibilidad de compañeros también nuevos y, acaso, de amistades y amores esperadamente inesperados.
Los que no saben qué quieren —o a quién— encuentran en septiembre un tiempo propicio. Es el momento de los que gastan la vida esperando que les pasen cosas, que suceda algo, casi no importa qué. Quienes carecen de propósito no necesitan hacer propósitos. No necesitan encargarse de su biografía. Dicen que fluyen pero, en realidad, delegan su vida en otros, en las circunstancias, en lo que venga.
Para los demás, septiembre es un recomienzo para usuarios avanzados: no parten de cero. Saben ya algo o mucho de cómo evitar precipicios y dónde buscar inspiración, refugio o fuerza. Las agendas personales se abren con empeños viejos o rompedores, emocionantes siempre. Aparentemente pequeños, a veces, pero eficacísimos, porque rectifican trayectorias equivocadas, las sustituyen o, en el peor de los casos, las renuevan.
Me gusta este mes en el que no hay rebajas pero sobran oportunidades. Y encima suele entrar hermoseando, al menos en Galicia: con un sol que ya no pica, con el asomarse de los rojos y los pardos, con brisas y vientos poblados de hojas y resoluciones. Me gusta septiembre. Cada año más.