
Se puede apelar a la innegociable libertad que cada una tiene de enviar a los hijos al colegio que le plazca, admitir que las razones de esa elección pueden ser irrebatibles, pero cada vez que un político elige un colegio privado para que se formen sus herederos manda a la sociedad un mensaje inapelable: la educación en los colegios públicos es peor. Ese peor puede ser un cóctel de ingredientes diversos. Está lo académico, pero sobre todo está el tipo de ecosistema en el que se integrará el chaval, el origen y entorno de sus compañeros, el capital relacional que se labre y, de remate, un intangible de sosiego, paz ambiental y control estrecho del alumno que, por contraste, lanza la idea de que los centros públicos son junglas feroces, como la de la serie Adolescencia.
Es curioso, porque los datos contradicen la impresión general, y un análisis minucioso del tránsito a la selectividad no arroja evidencias sobre la superioridad académica de los centros privados y concertados. Así que la explicación de por qué las élites los eligen otra vez en masa no está en las matemáticas y revela, admitámoslo, un fracaso colectivo.
Lo preocupante es que con estas evidencias no giremos la vista hacia una red pública que tiene en sus manos la gestión del gran desafío de los tiempos, con los canallas de la ultraderecha soplándonos en la nuca: la integración y formación de todas las cohortes de inmigrantes que buscan en el colegio unas herramientas que el sistema no siempre es capaz de darles, con la red concertada haciendo tantas veces una selección encubierta de alumnado que, además de ilegal, es vergonzosa.
Y sí, si antes fue Irene Montero quien señaló con el dedo, es lógico que ahora sea ella la señalada. Porque con su elección también ella nos dice que un colegio público es peor.