
Los gallegos nos despertábamos este sábado con una noticia sorprendente por inusual: el lanzamiento de dos artefactos explosivos contra el inmueble que está destinado a acoger a los menores migrantes en Galicia. Una pésima noticia, no tanto por los daños materiales causados, que seguramente se repararán sin dificultad, como por la amenaza que deja entrever. Porque no es solamente una gamberrada —¡ojalá lo fuera!—. Se trata de un síntoma muy peligroso.
Galicia, por fortuna, sigue siendo una sociedad bastante alejada de la polarización. Aquí los extremos no marcan la agenda pública ni dominan la política. La convivencia es tranquila, a pesar de las discrepancias ideológicas. Y la xenofobia no ha encontrado su hueco. Hasta ahora. Es un orgullo, pero también una responsabilidad: la de trabajar para que nada se tuerza.
Lo ocurrido en Monforte viene a confirmar que no estamos a salvo. ¿Cómo vamos a estarlo si la crispación se lleva a extremos irracionales en la vida política española? Los partidos políticos con representación en el Congreso de los Diputados parecen haber perdido todo pudor en el choque con el otro, han olvidado el sentido común a la hora de pelear por los votos, y todo vale. Por no hablar del escenario mundial, donde el presidente de la primera potencia del planeta da lecciones diarias de crispación, de acoso, de odio y, en definitiva, de ataque a los valores democráticos y de falta de respeto a los demás. Y detrás de él, otros muchos recurren al odio y a la división como estrategia.
Cuando todo esto se normaliza, cuando el lenguaje es el del desprestigio, el del menosprecio, el de la guerra, siempre habrá quien considere que la violencia es un camino válido.
El ataque registrado en Monforte no puede verse como un episodio menor. No lo es porque se trata de un rechazo a la llegada de esos jóvenes que solo buscan una oportunidad en Europa —¡quién mejor que los gallegos con su larga historia de emigración para entenderlos!— y tampoco lo es porque constituye una señal de alerta, que no hay que minimizar.
Por eso es imprescindible reaccionar con claridad y con contundencia. Y dejar claro que aquí son una minoría los que quieren alterar la paz. Es el momento de pedir unidad a las instituciones gallegas, formar un frente sin grietas y condenar de forma unánime lo ocurrido en Monforte. Incluso sería deseable una puesta en escena, que visibilice la unidad de los líderes de los principales partidos políticos, —PP, BNG y PSdeG—, condenando el ataque. Deben mandar un mensaje claro a la ciudadanía para no dar ni una pizca de aire a los que solo quieren socavar la convivencia.
Y la ciudadanía debe responder como lo ha hecho en los últimos tiempos, como lo demostró en Becerreá y Mondariz acogiendo a decenas de inmigrantes, muchos de los cuales ya se han integrado y trabajan con normalidad.
El reto es enorme. Porque, tras el disgusto y las declaraciones del fin de semana, el lunes los gallegos volverán a su rutina, pero nada más levantarse verán como en el Congreso de los Diputados los líderes siguen sembrando crispación y polarización.
Y es en ese escenario en el que hay que decidir qué tipo de sociedad queremos seguir siendo. Galicia nunca ha sido tierra de extremismos, y esa es una herencia que debemos defender. Sobre todo, debemos impedir que el odio no pueda encontrar aquí su espacio.