
Yo me imagino a Carlos Alcaraz desayunando unos cereales y un batido de muchas frutas rebosantes de vitaminas en un hotel de lujo de la ciudad de Tokio, allá por donde nace el sol, a más de quince mil kilómetros del obelisco coruñés. Va a jugar con un belga llamado Bergs la fase de octavos de final del torneo ATP 500 y en sus pensamientos sobre el partido me imagino cómo se cuela el nombre de Antonio Garamendi, que, sin venir a cuento, lo ha citado como ejemplo de trabajador esforzado que no pide reducción de jornada laboral. Alcaraz se estará preguntando quién narices es ese tal Garamendi. Yo creo que ya he contado alguna vez que en mi adolescencia había en mi clase un abusón que, cuando jugábamos a las máquinas en el local vecino de nuestro colegio y a él se le colaba la bola inesperadamente, le daba una patada a la máquina de al lado, la tuya, para no hacer falta y paralizar el juego de la suya. Garamendi podía ilustrar sus ideas sobre la jornada laboral citando a algún miembro de su familia, pero le pareció más simpático meter en el lío al bueno de Carlos Alcaraz, que anda a ver si le gana al belga citado, que para mayor inri se llama Zizou. Yo de los belgas tengo a bien no fiarme mucho porque han conseguido mantener el más absoluto silencio sobre las matanzas del rey Leopoldo II en el Congo, allá por finales del siglo XIX. En realidad, entre los belgas solo me quedo con Tintín. Eso sí, no tengo ni idea de lo que piensa Garamendi de la jornada laboral del joven reportero.