En los últimos tiempos he escrito en La Voz sobre sesgos a la hora de tomar decisiones públicas, citando algunos clásicos: «lo que ves es lo que hay» —para mantener el statu quo y no cuestionar prejuicios o intuiciones—, el «planteo una solución a un supuesto problema y me olvido de evaluaciones que incordian» —en la forma clásica de get and forget, que algún amigo anglosajón estos días reinterpretaba como «privatizo y me olvido»—. También se ha planteado la importancia de alimentar la conversación pública de evidencias, donde tengan un papel criterios como el de «operador en una economía de mercado», ni único ni exclusivo, ni siquiera el más importante, pero presente cuando hablamos de recursos públicos e inversiones para las próximas generaciones —¿tomaría esta decisión un operador en una economía de mercado o con una información tan limitada?—, o el papel de la «magia» cuando se alude a supuestas economías de escala automáticas en la prestación de servicios públicos o el rediseño de jurisdicciones, sin olvidar los supuestos «retornos geométricos» de actuaciones públicas. En el debate público de estos días abundan los ejemplos, el verano suele ser campo propicio.
En ocasiones resulta de interés buscar un contenedor para estas ideas, y en este caso quizás sea útil acudir al concepto —tan olvidado— de «productividad en el sector público». Se trata de plantear la relación entre recursos públicos y resultados, y ya en la siguiente etapa, sus eventuales impactos. Por poner un ejemplo, los recursos que se dedican a servicios de asistencia social, relacionados con el número de personas asistidas y, por citar un posible impacto, la reducción de la ratio de desigualdad en dicho ámbito. No se suele hablar así en el ámbito público. Lo «usual» es centrar el debate en los recursos que se necesitan —más ingresos, más financiación, parece automática la relación: a más recursos, mejores rendimientos— y muy poco en los resultados y los impactos, para lo que se requiere de evaluación, también de los modelos de prestación de los servicios. Quizás un punto de partida sea comenzar a hablar de condicionalidad —hitos y objetivos— en los proyectos de financiación entre jurisdicciones, más allá de las meras ejecuciones presupuestarias y los supuestos retornos geométricos en forma de inversiones privadas. Fijar horizontes de mejora y planes de acción, la comparación obligatoria —una suerte de «efecto Baumol» virtuoso— con las buenas prácticas, que trasciendan los meros cumplimientos formales y el «lo que gasto es lo que necesito».
¿Importa la productividad del sector público? No. Es una «productividad mansa», no exige cuentas y no tiene quien le escriba. En el Reino Unido estos días le están poniendo cifras e impactos a través de un Fondo para la Transformación del Sector Público: todos los departamentos asumen el compromiso de conseguir ganancias en eficiencia de al menos un 5 % en una legislatura, y esto no va solo de mejoras en sus recursos internos e inteligencia artificial, sino en otra forma de organizar los recursos, eliminar duplicidades y asignar nuevas prioridades —algún día hablaremos de los resultados en la reducción de las listas de espera hospitalaria con la coordinación con los programas de asistencia social—. A la postre, lo que está en juego es que la factura del gasto sanitario en el 2073 sea del 20 % del PIB o del 10,7 %, estimaciones de la Oficina de Responsabilidad Fiscal del Reino Unido en función del nivel de cumplimiento de los objetivos de mejora de la productividad en el ámbito sanitario. En síntesis, efectivamente la productividad mansa, moja. Y tanto.