Las apariencias del fiscal general del Estado

Rafael Lago Santamaría. Michael Ayten. xaquín marín CARTAS AL DIRECTORO LECER DE ISOLINO

OPINIÓN

30 sep 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Las apariencias generales del Estado

Tuve la ocasión, hacia el año 2000, de conocer a Álvaro García Ortiz cuando aún se hallaba alejado de la Fiscalía General del Estado. Compartimos mesa una noche de agosto en un modesto e insuperable restaurante de Vilanova de Arousa. El motivo, su amistad con mi hermano Fernando, ya fallecido, al que conoció por aquel entonces, por afinidad laboral en Mahón. Durante ese íntimo encuentro —únicamente cuatro comensales— descubrí a una persona culta, de trato exquisito, cercana, inteligente, afable... Cualidades no susceptibles de provenir de unos títulos presuntamente falsificados o de una presunta zafiedad, congénita o adquirida, detectada a destiempo. No meteré yo en el mismo saco al gañán que medra y se lucra de lo ajeno de manera inexplicable y a la persona que, accediendo a un cargo de responsabilidad por la vía de único carril del esfuerzo, el talento y el mérito, pudiera cometer un error. La Justicia decidirá. Y de haber delito, habrá también la pertinente condena. Pero me arriesgo a excluir de ese presuntísimo delito cualquier agravante que se oponga a la buena fe. Todo lo contrario pienso de todos los trepas cuyos nombres omito, más por lo interminable de la lista que por el respeto que no les tengo. A esos se les ve venir. Me duele por el refranero —que me parece tan ingenioso como poco fiable— pero creo que las apariencias solo engañan muy de vez en cuando. Cuenta Álvaro, con el escasísimo valor de todo mi apoyo. Y, por supuesto, con el de mi hermano. Rafael Lago Santamaría. Vilanova de Arousa.

  La degradación del lenguaje disfrazada de arte

Hoy, el algoritmo de Instagram me llevó a un vídeo del rapero de habla alemana Farid Bang. Lo que escuché allí me dejó profundamente perturbado: un torrente incesante de insultos, vulgaridades y expresiones agresivas, todo gritado al micrófono con una arrogancia pasmosa. Con el máximo respeto, no puedo considerar este tipo de actuación como una forma de arte o de música.

A mi entender, no se trata de provocación consciente ni de crítica social, sino de un empobrecimiento cultural y una banalización de la violencia, donde el lenguaje es utilizado de manera degradante. Lo que más me inquieta es el enorme éxito que este contenido tiene, sobre todo entre los jóvenes, justo en la etapa de sus vidas en la que están formando su identidad.

¿Es esta la herencia cultural que queremos transmitirles? Y me temo que esta situación no es exclusiva de Alemania. En Francia, y también aquí, en España, observamos fenómenos similares: artistas que emplean un lenguaje violento, misógino o vulgar logran una gran popularidad, especialmente entre los más jóvenes. Incluso podría decirse que, a veces, el panorama es aún más preocupante. Esta tendencia me alarma profundamente, porque no se trata solo de gustos personales, sino de una influencia cultural que deja huella.

¿Debe una sociedad liberal tolerarlo todo en nombre de la libertad de expresión, incluso la glorificación de la ignorancia y la agresividad? ¿Acaso no deberíamos exigir ciertos estándares cuando se trata del lenguaje y de la influencia cultural que se ejerce sobre las generaciones futuras? Tal vez no sea el único que siente esta preocupación. Pero estoy convencido de que debemos volver a dar valor a lo que llamamos «arte», y proteger nuestra lengua —esa herramienta tan valiosa del pensamiento y la civilización— de quienes lo maltratan en nombre de la fama y el mercado. Michael Ayten.