Por resumir, el 23 de febrero de 1981 un tipo entró en el Congreso de los Diputados y mandó al suelo a todo quisque. Resulta increíble que esto sucediera aquí, que lo viésemos por televisión y que cuarenta años después sigamos intrigados por su tramoya, pero parece oportuno preguntarse cómo seríamos hoy si aquel intento de acabar con todo no se hubiese producido, porque la generación que hoy conduce España es hija de aquel instante y de sus detalles.
Del laberinto de historias que se desató durante las 19 horas que duró la asonada, la más simbólica se sirvió en el primer acto, con la mitificada desobediencia de Suárez, Gutiérrez y Carrillo, que mantuvieron la cabeza al aire mientras todos los demás la llevaban al piso. El guardia civil les había ordenado «se sienten, coño», pero con las primeras balas la genuflexión superó el mandamiento y los congresistas fueron engullidos por los escaños, lo que hizo brillar aún más la resistencia del trío y su solitaria dignidad. Sobre esas dos maneras tan radicales de reaccionar se ha edificado nuestra manera de estar en el mundo, de forma que todos queremos ser ese Carrillo, impávido y fumador, aunque lo más probable es que seamos ese Felipe, con el moflete agachado. Según contó Sobrado Palomares en sus memorias, veinticuatro horas después de la asonada, ya en casa, era el socialista el que daba órdenes, la ya también conocida «apaga eso, Carmen» con la que González intentó evitar el bochorno de verse por televisión con la cabeza en la moqueta. En la escena estaba también Alfonso Guerra, que aquel 24 de febrero dio con la cláusula fundacional de un tipo de ser humano cuando se excusó: «Me tiré porque Peces Barba se me echó encima».