Rindo mi homenaje de papel a los fieles difuntos, a todos los que habitan la patria común de la muerte. Pobladores del silencio eterno, descansan para siempre en la geografía silente de los cementerios, que en Galicia son unos 3.800. Quiero que mi recuerdo sea plural, que el olvido no empañe la memoria de quienes no tienen quien les escriba al menos una oración civil que viaje en el viento. Y viene hasta mí la foto fija de los camposantos campesinos, humildes y recoletos, adosados a las pequeñas iglesias rurales; a un lado el atrio de la fiesta, al otro el cementerio, la última parada del camino del más allá. Y cito las singulares y entrañables necrópolis de Goiriz, en Vilalba; la del valle del Mao, en O Incio, o Santa María de Dozo, en Cambados.
Y mi mirada viaja a los cementerios marinos, como en un poema de Paul Valéry, y me detengo en la línea del horizonte, que limita al norte con el cementerio coruñés de San Amaro, con su arquitectura de mausoleos y sus tres áreas de enterramientos, la religiosa, la civil y la británica. En Luarca se ve la mar desde el jardín umbrío de la muerte, al igual que en el de Ciriego, en Santander, donde todos los panteones miran a la mar vecina. Sucede lo mismo desde lo alto del cementerio de mi pueblo, la Altamira en Viveiro, que tras su poético nombre se pueden contemplar, desde la calma, el mapa marino de las tormentas o la paz equilibrada del Cantábrico. En Camariñas hay un pequeño cementerio rodeado por un muro de piedra donde reposan los ciento setenta muertos del naufragio del Serpent en 1890. Es el cementerio de los ingleses, una necrópolis única como memoria histórica de un naufragio. Pero en la Costa da Morte, desde Muxía a Fisterra, tierra de naufragios y leyendas, nadie quiere enterrarse de cara a la mar, prefieren tenerla a sus espaldas.
Recientemente se está imponiendo una suerte de necroturismo que consiste en la visita de las necrópolis. Yo mismo lo hice paseando entre las tumbas del parisino Pére Lachaise, como un mitómano, o tras las huellas de la emigración gallega en el cementerio habanero de Colón, o visitando la Chacarita en Buenos Aires. Sentí que la brisa del recogimiento se mezclaba con un sentimiento de piedad y memoria que solo es posible en la cartografía de la muerte
El mundo católico conmemora la festividad de los fieles difuntos y no quiero ser ajeno a recuperar en estas líneas la memoria colectiva de quienes nos precedieron en el viaje al otro lado del río.
En paz descansen.