Los restos de estructuras funerarias sirven a los arqueólogos como indicadores de actividad humana. Solo los humanos mantenemos esa relación con los difuntos, que manifiesta sobre todo que el amor que les teníamos y que nos tenían sigue vivo por ambos lados después de la muerte. La petición por los difuntos es su manifestación más elocuente, y encomendarnos a su intercesión y pedirles favores, también. En las culturas ateas son una expresión de amor agradecido a quien fue, a quien formó parte de nuestra familia o de nuestra vida. Nada más. Y algunas formas inferiores de este reconocimiento se han encontrado también en unos pocos animales más evolucionados: elefantes y ciertos monos.
Hace tiempo, charlando con unos estudiantes universitarios, me preguntaron por el Purgatorio. Les conté que no era tanto un lugar de sufrimiento como de amor, y me expliqué un poco. Uno de los chavales empezó a poner mala cara: ceño fruncido, mandíbula tensa, labios apretados. Pensé que le disgustaba la conversación. Pero el hombre no decía nada, no objetaba. Se limitaba a manifestar, quizá sin darse cuenta, una incomodidad creciente. Le pregunté luego por qué. «Estoy muy enfadado», me dijo, porque había ido al catecismo toda su vida y nadie le había hablado del Purgatorio. Le parecía una omisión grave e injusta.
Ofrecemos misas por los difuntos por si hay que sacarlos del Purgatorio. Las oraciones por ellos trascienden el recuerdo ritual más o menos elaborado de acompañamiento a los vivos. Como todo en el mundo católico, son actos de amor que vencen a la muerte y quieren adoptar, a veces, la forma de raudales de flores y visitas a los cementerios donde yacen, con tanto decoro, sus restos.