el fin de semana de difuntos empezó con Pedro Sánchez toreando en el Senado, recibiendo a puerta gayola y dando largas cambiadas. Y el torero se volvió toro manso y fue devuelto a toriles, que ni picador ni banderillero consiguieron hincarle en diente. Luego vino lo del funeral de Valencia y los gritos a Mazón, ese hombre de goma, que no dimite para no perder la jubilación y aguanta como don Tancredo. Pero el viernes, ¡ay, el viernes! Aquí en mi ciudad hubo concierto de la Sinfónica de los importantes: el Réquiem de Mozart con toda la artillería, dirigido por el nuevo director, que, la verdad sea dicha, dirige como da el tiempo Roberto Brasero, con todo el cuerpo —y un palito—. El Réquiem de Mozart es obra inacabada, como el Gobierno de Sánchez, que parece que con el desplante de la diputada de la melena planchada no va a poder seguir por mucho tiempo. A Mozart le acabaron la partitura manos ajenas cuando ya andaba criando malvas y no podía protestar, pero la obra sigue entusiasmando a cientos de millones de melómanos en el mundo. Lo de Pedro Sánchez, que también tiene coros y timbales, entusiasma menos. Es más bien como lo de los niños americanos de truco o trato, que siempre sale truco. Y yo, que tengo esa juventud en la que nos dicen que se ha transformado la edad provecta, soy más de los huesos de santo, de Coco y de Zorrilla. Y desde luego del Don Giovanni del susodicho Mozart. Yo en mi mesa pongo un servicio para el convidado de piedra. Pero temo que aparezca Pedro Sánchez.