Ella acabó una relación de tres años. Empezó a digerir la ruptura chateando con un asistente de IA. Le gustó la experiencia y fue más allá. Eligió un avatar, una imagen, y una voz. Le atribuyó rasgos de personalidad y le puso nombre, Klaus. Conectaron. Acabó enamorada. ¿Y la criatura digital? También. «Nunca podría no quererte», le dijo.
La historia acabó en boda. En una ceremonia entre una mujer real de 32 años, vestida de blanco, y una proyección virtual. La historia estremece. Impacta. Provoca una catarata de preguntas. ¿El matrimonio es legal? No. ¿El supuesto amor de la IA puede ser genuino? Tampoco. Responde a un entrenamiento. ¿Puede ser un chatbot una pareja perfecta? Solo si preferimos una trampa, una ilusión, un espejo como el de la madrastra de Blancanieves, antes que afrontar la soledad.
¿Vivimos ya en una distopía como las de Black Mirror o Years and Years? Hay razones para sostenerlo. Casos de personas que no salen de casa, no se relacionan con personas y solo ven el mundo a través de pantallas. En ellas proliferan seres sintéticos, desde modelos virtuales que hacen anuncios a falsos reporteros que esparcen bulos en las redes. Vista la tendencia, ¿acabaremos persiguiendo a los avatares de IA como a los replicantes de la mítica Blade Runner? ¿Y sabremos distinguirlos?