El jueves es el 20-N, el día que marcó las vidas de los españoles. El dictador Franco por la gracia de Dios moría en la cama y se ponía en marcha un proceso que dura hasta hoy. Para algunos, la santa Transición. Para otros, que la demonizan, una transacción en la que siguieron ganando los mismos, tras blanquearse, y encima se les sumaron los arribistas más espabilados. Como suele pasar, la verdad no está en los extremos, aunque la polarización esté de moda.
Solo hay que leer el reportaje de La Voz de mis compañeras Paula Avendaño, Laura Placer y Belén Araújo para darse cuenta de que el salto de derechos en este medio siglo ha sido espectacular. Ellas nos recuerdan que hace cinco décadas una mujer no podía ni tener una cuenta ni acceder al mercado de trabajo sin el consentimiento de su marido o de su padre. Veníamos de esa noche de casi cuarenta años. Es imposible no ver todo lo que hemos avanzando. Si Franco se levantase de su segunda tumba, a la que le llevó Sánchez en helicóptero en el 2019, se volvía a morir. No podría con este país moderno integrado en Europa y en algunos derechos a la cabeza del mundo, como el matrimonio sin distinción de sexos.
Que se hicieron muchas cosas mal. Claro. Pero ni el más optimista podría haber vaticinado que, sobre todo en los primeros años tras el fallecimiento de Franco, íbamos a salir adelante. Como dice la frase clásica, el régimen murió en la calle. Era imposible no tirar de la democracia y la libertad que queríamos, por mucho que el rey Juan Carlos I y Adolfo Suárez viniesen de convivir con la lucecita de El Pardo. España pilló la ola buena, la de una Europa que se unía para ser más fuerte, ante Estados Unidos y ante una Unión Soviética que se desmoronaba. Hoy el contexto es otro. Europa decae e incluso mira hacia el pasado con unos populismos que buscan debilitarla. Hoy el mundo es de los que van a la cabeza de la tecnología. De Estados Unidos, pero también de China. Rusia es un gigante con los pies de barro, pero un gigante nuclear.
Poco tiene que ver esta España con la de 1975. Pero el mundo tampoco tiene nada en común con aquellos tiempos. Por desgracia, compartimos el odio cainita que se ha puesto de moda resucitar y expandir como si no hubiera un mañana por el cohete de las redes sociales. Las mentiras se multiplican y la verdad sufre. La izquierda y la derecha más extremas venden que el español bueno es el español que odia. No salimos de la dictadura así. Lo hicimos legalizando el Partido Comunista en una Semana Santa, algo que parecía imposible. Únicamente hay acuerdos cuando ceden las partes. Pero tenemos una clase política con muy poca clase, entregada a buscar los votos a corto plazo para no perder sus privilegios. Justo la España que abandonamos hace 40 años. España y Europa tienen que espabilar o seremos un museo para turistas. La Transición no fue santa, ni falta que le hacía. Fue un cambio social y político notable, a pesar de lacras como la corrupción o la violencia machista, que parecen enquistadas. No fue una transacción económica en la que se forraron cuatro. La clase media vivió décadas inolvidables. La misma clase media y sus jóvenes que ahora están en peligro.