Vivimos días oscuros, que diría Winston Churchill, cuando confundimos paz con el alto el fuego o la tregua, cuando mantenemos medio centenar de conflictos en los que mueren miles y miles de personas que, como no tienen lugar en nuestra proximidad, consideramos que no cuentan igual que si fueran los «nuestros» —por emplear esa palabra—. Orientalismo, esa doctrina supremacista según la cual los «otros» son unos salvajes a los que nosotros representamos al carecer ellos de capacidad. Palabra horrenda empleada por Europa en su tiempo y adoptada como forma de ejercer poder por los Estados Unidos de América en los últimos tres cuartos de siglo, quienes llevan incorporado aún en los genes y fenotipos la discriminación racial y el exterminio de los nativos de su territorio (léase la obra de Roxanne Dunbar-Ortiz).
Después de la pantomima llevada a cabo en Egipto de un alto el fuego diseñado por el yerno y asesor principal de Trump, judío ortodoxo, con puntos imposibles de cumplir como la entrega de los rehenes en Gaza; después de haber coventrizado el territorio durante dos años, enterrado vivas a miles de víctimas (palestinos y rehenes) bajo toneladas y toneladas de residuos de viviendas, hospitales, escuelas, universidades y mezquitas, resultado de una ya veterana política de limpieza étnica en Palestina, como bien relata Ilan Pappé, historiador israelí con residencia en el Reino Unido; y con la presencia de unos cuantos gobernantes europeos para hacer la claque al presidente de un país que cada vez parece más un dictador y menos el líder de un país democrático; conviene remarcar que desde que se firmó esta tregua la entidad israelí se la saltó numerosas veces, causando más muertes de civiles, y sigue sin detener su campaña de limpieza étnica a través del hambre.
Esto ocurre con una Comisión Europea absolutamente inoperante, y aparentemente cómplice durante demasiado tiempo de un presunto criminal de guerra y prófugo de la justicia internacional, que incumple todos los fundamentos de los derechos humanos más básicos. Lo que me hace recordar la viñeta de Romeu en un periódico nacional en la que un ciudadano pregunta por qué los israelíes pueden saltarse los derechos humanos continuamente, y le contesta otro, con aspecto claramente identificable como judío, diciendo que les cuesta sus buenos dineritos. No hace falta decir que el autor de la viñeta fue despedido fulminantemente.
«Porque la paz es un proceso que nunca remata, es una actitud, una manera de solucionar problemas y resolver conflictos. No se puede forzar en el más pequeño ni imponer por el más grande», decía Óscar Arias en su discurso de aceptación el premio Nobel de la Paz (a quien, por cierto, le fue retirado el visado para visitar Estados Unidos este año). Y es bueno reconocerlo a los 70 años de la publicación del manifiesto Russell-Einstein por la paz, incorporando las firmas de otras nueve figuras de relieve mundial.
Permítanme recordar a nuestro infatigable luchador por una cultura de paz, Federico Mayor Zaragoza. No hace mucho hablaba de actuar siempre de modo que configuremos un futuro acorde con la igual dignidad de todos los seres humanos. Aseguraba que es tiempo de acción y que el tiempo del silencio terminó. Como bien aplicó estos días la sociedad civil española y de tantos países.
A las víctimas palestinas se les debe no solo la paz, sino que deben recibir una justa reparación, y, los supervivientes, conseguir la libertad.