Ahora que nos hemos puesto a mirar hacia atrás para evaluar aspectos de la vida de hace cincuenta años, en un mundo sin pantallas portátiles y con carta de ajuste en la programación, es hora de recordar que por aquí la exposición pública a idiomas distintos al castellano era exigua. El gallego estaba excluido de los canales de comunicación y, para las lenguas foráneas, la música era el único punto de anclaje.
En la lista de cosas positivas de las redes sociales y las plataformas figura la ventaja de poder estar expuesto hoy a un universo de idiomas propios y ajenos nunca antes transitado. La inteligencia artificial amaga con torpedear ese proceso. Robots desbocados traducen cualquier enunciado con una prontitud que se salta los matices faltando a veces a la verdad. No le pidas dobles sentidos, ni expresiones hechas ni esos conocimientos no literales que unen dos ideas para llegar al fondo del mensaje. Pero lo peor no es eso. Algunos canales, véase Instagram, están implantando la traducción por imposición. Sin pedir permiso, muestran al usuario en su lengua nativa publicaciones que se grabaron o escribieron con otros códigos. Cuando el falso doblaje se mezcla, además, con un batiburrillo de acentos impostados y una vocalización falsa recreada digitalmente es cuando se hace manifiesta la necesidad de acudir a la versión original o dejar la traducción y el doblaje en manos profesionales.