El pasado 20 de noviembre sorprendía un wasap en un grupo profesional de opinión con una inhabitual poesía. Era de Lorca, Ya viene la noche. A la sorpresa se unió la inquietud por la condena —intuida— de Álvaro García Ortiz, hasta ahora, y desde hace tres años, fiscal general del Estado. La condena y la fecha, adelantando el fallo sin sentencia, hicieron inevitable el desasosiego, recordando —como en 1991 con la lectura de L'Homme incendié, sobre Giordano Bruno— la libertad de pensamiento.
Los medios confirmaron la condena por revelación de datos privados, cuyo fallo sin sentencia se adelantó para evitar filtraciones. Filtraciones, o rexoubes, para los que Rodrigo Alonso, abogado, apostillaba en su librería Arcova: «De esto que no se sepa nada en Ourense, que en Vigo es inevitable».
Durante su larga estancia en Galicia, García Ortiz fue reconocido por su desempeño en el caso del Prestige y por sus dictámenes e investigaciones sobre la brutal y singular ola incendiaria, en el sur y la costa de Galicia, del año 2006.
La historia cambia cuando se traslada a la Fiscalía General, con Dolores Delgado en tiempo de Pedro Sánchez. Desde el año 2022, la derecha, la mayoría conservadora del poder judicial y alguna asociación minoritaria de fiscales tienen en su punto de mira a García Ortiz: con la negativa del Consejo General del Poder Judicial a reconocer su idoneidad en el 2023, luego de que siete miembros (en funciones) lo intentaran ya en el 2022; con sentencias en su contra por el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal de sala; su reprobación por el PP y Vox en el Senado y las denuncias por prevaricación del PP que no prosperaron; y otras sentencias varias en contra de García Ortiz por el nombramiento de su antecesora.
La historia de los correos filtrados sobre el presunto defraudador; el bulo o mentira asumidos por Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de la presidenta madrileña; una Díaz Ayuso señalando a Hacienda como deudora de su pareja y denunciando una «operación de Estado»; el testimonio de cinco o seis periodistas y el acceso de varias decenas de personas a los correos no hicieron cambiar el curso del acontecer judicial en contra de García Ortiz. Terminó con su inhabilitación, adelantada el 20-N por aquello de evitar que «se pudiera saber en Ourense».
Pero en esto está la justicia, desde los tiempos de Federico Trillo y su estrategia de bloqueo institucional —judicial y constitucional— en los gobiernos de Zapatero y en el mandato en minoría de Rajoy —PSOE mediante—, hasta el descaro del wasap de Ignacio Cosidó —el que acusó a Rubalcaba por el caso Faisán etarra— en el 2018 sobre la «puerta de atrás» en el Supremo. Ante esto, la sentencia del 11-M en el 2008 parece milagrosa.
Alguien dice que la inhabilitación son pellizcos de monja judiciales. Quien las vive sabe su padecimiento. García Ortiz, 58 años, está inhabilitado, con razón o sin ella, está por ver. Sigue el tiempo de Ernest Lluch: la palabra, la razón y la verdad.