Muchos fueron los que creían que a los magistrados del Tribunal Supremo encargados de juzgar al entonces fiscal general del Estado les iba a temblar el pulso, caso de encontrarlo culpable, a la hora de dictar una sentencia condenatoria. Ciertamente, quien esto escribe era de los que pensaba que el comportamiento del fiscal general en este asunto dejaba mucho que desear. Y así lo recoge el alto tribunal en su sentencia, donde argumenta la condena de Álvaro García Ortiz «como autor de un delito de revelación de datos reservados (art. 417.1 del Código Penal) a la pena de multa de 12 meses con una cuota diaria de 20 euros e inhabilitación especial para el cargo de fiscal general del Estado por tiempo de dos años», además de indemnizar a Alberto González Amador con 10.000 euros por daños morales.
De las 238 páginas hay que centrarse en la argumentación dada por los juristas, salvo dos que emitieron votos particulares a favor de la absolución, relativa a considerar probado que fue García Ortiz, o una persona de su entorno y con su conocimiento, quien filtró el contenido del correo electrónico confidencial del novio de Isabel Díaz Ayuso.
Muchos pasan por alto que un «cuadro probatorio sólido, coherente y concluyente» puede ser motivo suficiente para condenar a cualquier investigado. Y es que el fiscal general —que no del Gobierno— desempeñaba un importante cargo institucional, pero en un Estado de derecho eso no es motivo suficiente para que no se le juzgue como a cualquiera. No seamos mal pensados para creer que se condenó a García Ortiz por su proximidad a Pedro Sánchez. Cosas más importantes tienen a qué dedicarse los miembros de un Tribunal Supremo de la vieja Europa.