Escasamente sorprendido con la intervención de monseñor Argüello reclamando un cambio de Gobierno, resulta inevitable asombrarse de que tal hecho se repita al final del primer cuarto del siglo XXI, cuando la Iglesia católica padece, también por alguno de sus pastores, de un suave declive en España, un declive que contrasta con el auge de las iglesias evangélicas, que en los últimos años ya alcanzan el millón y medio de fieles, un 2 % de la población española. Y donde la iglesia católica, con un 60 % que se reconocen en ella, no alcanza el 20% si hablamos de cumplidores de preceptos.
Siempre resulta sorprendente, o no, que la Conferencia Episcopal haya tenido una evidente sensibilidad o beligerancia para ciertas cuestiones sociales cuando se relacionaban con aspectos de la moral católica, y ninguna para otras también de igual signo. Para algunos no es difícil recordar las manifestaciones y posiciones en torno al divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual y la educación, frente a la indolencia infinita con su pederastia.
La presencia de Rouco Varela, acompañado de otros cinco obispos, en la manifestación contra la legalización del matrimonio homosexual es difícil de olvidar. Como lo es también la posición de este mismo cardenal frente a la ley de educación de Maravall, o aquella manifestación con seis obispos entre los asistentes y con pegatinas con el lema «Obispos, sed valientes, no estáis solos» contra la reforma educativa del Gobierno Zapatero y su Educación para la ciudadanía. Tampoco la homilía en el entierro del presidente Adolfo Suárez, donde vaticinó que España estaba al borde de una guerra civil. Y por último, y volviendo al ahora mismo, la petición de elecciones por Argüello hace solo seis meses y ahora repetida.
A todo ello hubo un envés: Tarancón y sus cartas pastorales en la transición, o Gabino Díaz Merchán, Blázquez y Omella, que sin olvidar los intereses de su organización no alentaron la confrontación. Por eso no es tiempo de escandalizarnos porque el obispo Argüello lleve a la representación institucional de la Iglesia católica por el fuero antiguo y entre, de nuevo, repicando en el conflicto político.
Es algo que desde la perspectiva eclesial española pertenece a la cotidianidad, como uno sabe. Una cotidianeidad suspendida con la lectura, impactante, de El loco de Dios en el fin del mundo. En este libro Javier Cercas deja ver un Vaticano y una figura papal, Francisco, entremezclado de Bergoglio, en un recorrido apasionante no solo por los interiores accesibles de la organización católica, con sus conversaciones con personajes vaticanos como Fazzini, Spadaro, Tolentino y Tucho Fernández, sino al impresionarse —allá en Ulán Bator mongol con apenas 1.500 católicos—, por el mundo misionero de la mano de Ernesto Viscardi o Anna Waturu. Poco que ver con la cotidianeidad eclesial española, donde a pesar de todo «no podemos no llamarnos cristianos».
Pero dejemos para ellos, la jerarquía, la intransigente intolerancia.