El fin del «francoceno»
OPINIÓN
España lleva tiempo sumida en el francoceno. El término lo acuñó hace poco Jorge Bustos: una era en la que nada se entiende sin Franco, o, mejor dicho, en la que el Gobierno y sus socios «antifranquistas» se esfuerzan por resucitarlo cada día, rastreando señales de su presencia en cualquier esquina del presente. El 2025, año para el que dicho Gobierno había destinado más de 20 millones de euros a la conmemoración del fallecimiento del dictador, prometía convertirse en el mejor ejemplo del éxito de esa política de evocación permanente. Sin embargo, si por algo se caracteriza el clima político que nos deja el final de este año es precisamente por marcar el inicio del fin de esta era.
El francoceno agoniza porque, como desvelan las encuestas y el resultado de las últimas citas electorales, ya no es útil. O, al menos, ya no es tan útil como fue. Y es que la utilidad del francoceno nunca fue histórica, sino táctica. Desde la Moncloa, hace años que se asumió que si el adversario político era Franco o la ultraderecha, la alternancia podría dejar de ser una rutina democrática para convertirse en una eventualidad inmoral. El miedo a Franco a la ultraderecha y a todos sus sucedáneos funcionaba, además, como un incensario: se agitaba, humeaba e impedía al fiel votante ver las grietas del proyecto de país del Gobierno. De hecho, ¿quién necesitaba un proyecto de país cuando conjurar el anti-proyecto resultaba tan rentable? El francoceno, por tanto, garantizó por un tiempo la perpetuidad del Ejecutivo, si bien lo hizo a costa de la calidad del debate público, atrapado en esa lucha cainita entre «fachas» y «rojos» que estrechaba el espacio para cualquier discusión adulta.
Pero estos trucos empiezan hoy a agotarse, y parece que, en el 2025 (las elecciones en Extremadura son buena prueba de ello), el humo ya no tapa igual y la realidad ha comenzado a imponerse. El PSOE llega a final de año asediado por incontables casos de corrupción, con sus dos últimos secretarios de Organización en prisión provisional, con la mujer de Pedro Sánchez investigada, con su hermano y su candidato en Extremadura procesados, y con su fiscal general ya condenado. Y a todo esto hay que añadir el goteo incesante de denuncias por acoso sexual en el seno del partido que venimos conociendo en los últimos días. En este contexto, pedir a la ciudadanía que vuelva a echar la vista a atrás, a 1975, empieza a sonar menos a pedagogía democrática y más a truco de magia malo: «Miren allí, que aquí no pasa nada».
Al francoceno le quedan dos telediarios porque los españoles no pueden ni aislarse de los escándalos de quienes les gobiernan, ni distraerse de sus problemas con el espantajo de la ultraderecha. Si el PSOE se sigue encomendado a esto último, en 17 meses el partido podría quedar relegado a la irrelevancia institucional. Porque, en un contexto de inflación persistente, el discurso de «que viene el lobo» no abarata ninguna cesta de la compra. Porque seguir matando a Franco cada día no consuela a quienes anhelan una sociedad segura con una política migratoria bien definida y, sin embargo, observan atónitos cómo el Gobierno anatemiza la llegada a España de casi 100.000 inmigrantes irregulares en los últimos dos años. Porque el miedo a la ultraderecha, a la «derecha extrema», a la «ola reaccionaria» y demás e ingeniosos apelativos no dice nada a los cotizantes que temen por su pensión futura y saben que la presión demográfica y el desajuste entre lo aportado y lo cobrado han quebrado un sistema de pensiones que, hoy en día, no es ni sostenible ni equitativo.
Y porque el miedo a «la España en blanco y negro» ya no interpela a unos jóvenes a los que se invoca como «el futuro», pero a los que se les niega el presente. Unos jóvenes con rentas reales estancadas desde hace más de una década e incapaces de emanciparse y de acceder a una vivienda en propiedad. Sin olvidar que, de tanto manosear la historia y desvirtuar la conversación pública, hay una parte de la sociedad a la que se ha tratado de desfasada por seguir valorando cuestiones como la nación, la familia o la religión, y que, sintiéndose despreciada por ello, ahora aborrece proactivamente ese dogma multicultural y ecosocialista que censura al que discrepa y que tampoco le ha traído más orden ni bienestar.
Por ello, siguiendo la estela extremeña y ante la imposibilidad de sacar más rédito al francoceno, el 2026 marcará un cambio de ciclo político que se caracterizará por el fin de este período y que se materializará en un goteo constante de victorias electorales de la derecha (como mínimo, en Aragón, Castilla y León y Andalucía). No es que la memoria del dictador sea irrelevante o deje de estar presente, sino que ahora ya no puede ocultar el presente: la corrupción y los escándalos de acoso sexual en el seno del PSOE, la inflación, la crisis de la vivienda, la debilidad de nuestras instituciones, la creciente inmigración, la incertidumbre y un largo etcétera. Aunque para ello hayamos llegado hasta aquí, la ultraderecha invocada sin descanso se desvela hoy como lo que es: una cortina de humo, elevada incluso a proyecto de país (el único, quizá, sostenido con constancia), para negar la alternancia y justificar la perpetuación en el poder.
Una pregunta muy distinta es quién capitalizará mejor el fin del francoceno. Y ahí el PP tiene las de perder frente a Vox. Para empezar, porque los populares parten con un problema estructural muy grave, a saber, que su electorado está muy concentrado en los mayores de 65 años. Y para continuar, porque Vox, que ya es el partido más votado entre los menores de 50 años y pronto comenzará a serlo entre las rentas más bajas, crece hoy a una velocidad que lo deja en condiciones de dar el sorpasso al PP de aquí a cuatro o cinco años. Con los datos que tenemos ahora, de hecho, es fácil que Vox esté ya por encima de los 5 millones de votos y en torno a los 70 escaños en el Congreso. Esta pregunta, en cualquier caso, nos dará para reflexionar en futuras columnas.