En el mundo posmoderno no hay fundamento último, estable, estructural, y de ello se deriva la desvalorización de todos los valores. Una realidad líquida, sin fundamento, compuesta de marcas, signos, arañazos, letras sueltas y deterioros. Un universo embriagado por la secularización, la libertad sexual y la tecnología rinde culto al aquí y ahora, en el que coexisten una multitud de verdades relativas y plurales. El sujeto, núcleo de la modernidad, suplanta a Dios, pero sin los atributos de la divinidad. Sus deseos, sin límites y sin reglas, de inmunidad e inmortalidad le causan una ansiedad insaciable. Habitan un universo sin esperanza, sin justicia. Sus capacidades les llevan al exceso, a cerrarse al misterio y a no reconocer frontera alguna entre el bien y el mal. No hay un relato primordial, original que lo explique todo. Pero el ser humano necesita algo a lo que agarrarse, tal vez algo necesario pero imposible (Gomá).
«El siglo XXI será religioso o no será», dijo Malraux. Capturar las formas de religiosidad de hoy es como el intento de vaciar el mar a puñados, porque cambian a una velocidad mayor que aquella a la que las instituciones, concretamente la Iglesia, pueden adaptarse. Rahner escribió: «El cristianismo del siglo XXI será místico o no será». La mística es misteriosa y difícil de abarcar, pero tiene gran impacto en nuestros contemporáneos. Mucha gente que se declara cristiana cree que la religión es una realidad de carácter no definitivo y está, como otras muchas realidades, en proceso de renegociación continua, «una tarea siempre pendiente de reajuste», y rechazan los intermediarios.
Muchos ven a Jesús no tanto como un reflejo de una estructura eterna e inmutable, sino como alguien que despeja el sentido de la vida. Buscan el sentido de la vida, no la exactitud teológica de las fórmulas. La persona de Jesús viene a llenar el vacío de su existencia y ayuda a combatir su soledad. Recibí una felicitación que dice: «Acontece Cristo, que ha plantado su tienda entre nosotros».